Los nostálgicos del Carnaval del Puerto de la Cruz recuerdan frecuentemente a “Los Unicos”, un grupo de amigos de distintas generaciones que durante unos cuantos años consecutivos celebraron la fiesta en la calle de un modo original: una boda, el bautismo del año siguiente, los bomberos… Su número era registrado en el correspondiente programa: Actuación del grupo Los Unicos en el costado sur de la plaza del Charco. Así quedaba registrada para la posteridad.
Algunas fotos de aquellas celebraciones han circulado por exposiciones y publicaciones. Personas consideradas muy serias (Domingo Acosta, Fernando Pérez, Julián Hernández…) se transformaban en animados y divertidos personajes de parodias muy sencillas pero no menos atrayentes. Tan sólo las caras, los atuendos, el desfile y algún desempeño cómico bastaban para llenar una tarde carnavaleera.
También se acuerdan de que el coso (alguien “coló’ con los años el término apoteosis) tenía lugar en la tarde del lunes en las avenidas de Martiánez, aún con algunos edificios en construcción. Era un espectáculo muy llamativo que en alguna edición mereció honores de transmisión televisiva. Venían muchas agrupaciones de Santa Cruz de Tenerife. Precisamente, con el paso del tiempo, los responsables capitalinos de la fiesta se inventaron que cómo era posible que sus grupos intervinieran primero en el coso del Puerto y al día siguiente en la capital, de modo que se las ingeniaron para ir poniendo trabas y limitaciones a la participación. Entre éstas y algún aplazamiento por mal tiempo, más la oportunidad de la aparición de la embajada carnavalera de Dusseldorf, el coso ganó otra fecha, el sábado de Piñata. Sirvió, entre otras cosas, para garantizar la comparecencia de grupos santacruceros y la transmisión del acto en TVE.
En el Carnaval de aquellos tiempos, cuando la calle o los recintos habilitados no eran escenario exclusivo de celebraciones, sobresalían los bailes del “Cinema Olympia”. Alguien tuvo la feliz ocurrencia se bautizarlos como “baños turcos”. Allí desembocaban auténticas riadas humanas, disfrazadas o no, para consumir horas y horas de animada diversión carnavalera.
Circulan anécdotas de todo tipo, reales o imaginadas en “los baños turcos”, prolongados hasta bien entrada la madrugada. Una de ellas: una máscara -entonces había profusión de ellas- sedujo (literalmente) con sus contoneos y movimientos a un conocido empresario de la localidad. Cuando bailaban amartelados, cuando el empresario se afanaba quizá en descubrir la identidad de su pareja, en fin, cuando más juntitos estaban, alguien, a cierta distancia, gritó con voz profunda:
-¡Fuego, fuego…!
-¿Dónde, dónde…? –se preguntaban sorprendidos y temerosos los más cercanos.
-¡En la bragueta de Vicente! –respondió gozoso el “avisador” que a la vez escapaba rápidamente del origen del “siniestro”.
Otra: siempre hubo personas que presumían de conocer a las máscaras que venían a dar la lata, mientras se abanicaban o falseaban la voz. A una de esas personas, que se fijaba en el modo de caminar para identificar a quienes se ocultaban apropiadamente disfrazados, le preguntaron después de una “pesada” sesión en las cercanías del antiguo “Bar Dinámico”:
-¿Conociste a esa máscara Eladio? –le preguntaron.
-¡Claro! La conocí por los “tubillos” –contestó ufano y convencido.
Los nostálgicos rememoran, igualmente, los concursos de disfraces. El de niños, por ejemplo, también en aquel recinto pomposamente denominado costado sur de la plaza del Charco que servía para casi todo. Recuerdan varias cosas: el número elevado de participantes (empezaba a eso de las cuatro de la tarde y no terminaba hasta las ocho o nueve de la noche) y la cantidad de personas que venían de otras localidades. Se solía hacer el domingo de Carnaval.
Esa larga duración motivó en una ocasión que una pareja de gemelos no pudo subir al escenario a recoger el premio que habían ganado pues ¡estaban dormidos! Y la madre no se atrevía a dejarlos solos.
Luego pasó al parque San Francisco, cuando el desfile individual y colectivo se alternaba con algunas actuaciones de grupos infantiles.
Hasta que desaparecieron las máscaras, hasta que llegaron las murgas y las comparsas, las alegorías increíbles, hasta que la calle se convirtió en un inigualable escenario lúdico, hasta que aquellas orquestas venezolanas y dominicanas hicieron que acuñáramos el término “salsódromo”… En fin, hasta que otro Carnaval generó otros cauces y modos de diversión.
Algunas fotos de aquellas celebraciones han circulado por exposiciones y publicaciones. Personas consideradas muy serias (Domingo Acosta, Fernando Pérez, Julián Hernández…) se transformaban en animados y divertidos personajes de parodias muy sencillas pero no menos atrayentes. Tan sólo las caras, los atuendos, el desfile y algún desempeño cómico bastaban para llenar una tarde carnavaleera.
También se acuerdan de que el coso (alguien “coló’ con los años el término apoteosis) tenía lugar en la tarde del lunes en las avenidas de Martiánez, aún con algunos edificios en construcción. Era un espectáculo muy llamativo que en alguna edición mereció honores de transmisión televisiva. Venían muchas agrupaciones de Santa Cruz de Tenerife. Precisamente, con el paso del tiempo, los responsables capitalinos de la fiesta se inventaron que cómo era posible que sus grupos intervinieran primero en el coso del Puerto y al día siguiente en la capital, de modo que se las ingeniaron para ir poniendo trabas y limitaciones a la participación. Entre éstas y algún aplazamiento por mal tiempo, más la oportunidad de la aparición de la embajada carnavalera de Dusseldorf, el coso ganó otra fecha, el sábado de Piñata. Sirvió, entre otras cosas, para garantizar la comparecencia de grupos santacruceros y la transmisión del acto en TVE.
En el Carnaval de aquellos tiempos, cuando la calle o los recintos habilitados no eran escenario exclusivo de celebraciones, sobresalían los bailes del “Cinema Olympia”. Alguien tuvo la feliz ocurrencia se bautizarlos como “baños turcos”. Allí desembocaban auténticas riadas humanas, disfrazadas o no, para consumir horas y horas de animada diversión carnavalera.
Circulan anécdotas de todo tipo, reales o imaginadas en “los baños turcos”, prolongados hasta bien entrada la madrugada. Una de ellas: una máscara -entonces había profusión de ellas- sedujo (literalmente) con sus contoneos y movimientos a un conocido empresario de la localidad. Cuando bailaban amartelados, cuando el empresario se afanaba quizá en descubrir la identidad de su pareja, en fin, cuando más juntitos estaban, alguien, a cierta distancia, gritó con voz profunda:
-¡Fuego, fuego…!
-¿Dónde, dónde…? –se preguntaban sorprendidos y temerosos los más cercanos.
-¡En la bragueta de Vicente! –respondió gozoso el “avisador” que a la vez escapaba rápidamente del origen del “siniestro”.
Otra: siempre hubo personas que presumían de conocer a las máscaras que venían a dar la lata, mientras se abanicaban o falseaban la voz. A una de esas personas, que se fijaba en el modo de caminar para identificar a quienes se ocultaban apropiadamente disfrazados, le preguntaron después de una “pesada” sesión en las cercanías del antiguo “Bar Dinámico”:
-¿Conociste a esa máscara Eladio? –le preguntaron.
-¡Claro! La conocí por los “tubillos” –contestó ufano y convencido.
Los nostálgicos rememoran, igualmente, los concursos de disfraces. El de niños, por ejemplo, también en aquel recinto pomposamente denominado costado sur de la plaza del Charco que servía para casi todo. Recuerdan varias cosas: el número elevado de participantes (empezaba a eso de las cuatro de la tarde y no terminaba hasta las ocho o nueve de la noche) y la cantidad de personas que venían de otras localidades. Se solía hacer el domingo de Carnaval.
Esa larga duración motivó en una ocasión que una pareja de gemelos no pudo subir al escenario a recoger el premio que habían ganado pues ¡estaban dormidos! Y la madre no se atrevía a dejarlos solos.
Luego pasó al parque San Francisco, cuando el desfile individual y colectivo se alternaba con algunas actuaciones de grupos infantiles.
Hasta que desaparecieron las máscaras, hasta que llegaron las murgas y las comparsas, las alegorías increíbles, hasta que la calle se convirtió en un inigualable escenario lúdico, hasta que aquellas orquestas venezolanas y dominicanas hicieron que acuñáramos el término “salsódromo”… En fin, hasta que otro Carnaval generó otros cauces y modos de diversión.
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