jueves, 1 de agosto de 2013

LA IDIOSINCRASIA PORTUENSE ES OTRA

¿Exacerbado localismo?¿Larvada xenofobia?¿Inapropiado fundamentalismo?¿Desmesurado rechazo?¿Ciega pasión?
    Cuidado. Los hechos sucedieron durante la convocatoria pública que en el salón de plenos del Ayuntamiento del Puerto de la Cruz trató sobre el proyecto de remozamiento del paseo San Telmo. Y son preocupantes: algunas manifestaciones denotaban hasta un cierto irrespeto por el trabajo profesional de quienes no nacidos en la localidad intentan aportar con lealtad su saber, su creatividad y su competencia.
    Ojalá queden en brotes perecederos aquellas expresiones poco gratificantes, conocida la tolerancia de los portuenses como una de sus virtudes consustanciales y como uno de los factores derivados de la convivencia histórica con gentes de otras latitudes y de otras culturas. No es de extrañar que los aludidos -muy consecuentes y condescendientes durante la sesión, aunque la procesión fuera por dentro- se sientan con ganas de abandonar e invertir sus afanes en causas donde, al menos, no se desvirtúen de forma tan inadecuada.
    Deben saber, en cualquier caso, que la idiosincrasia de los portuenses no es así. Puede que el estado de ánimo, la decepción ante la incapacidad de la ciudad para despegar y superar la decadencia, el desencanto ante la gestión pública y el conformismo privado influyan negativamente y generen no sólo desconfianza o recelo sino también rechazo. La falta de soluciones prácticas y la insensibilidad para identificarse con los hechos propios han desembocado en una incredulidad que va adquiriendo, por lo visto, estas inquietantes formas de repulsa. Pero, por lo general, los ciudadanos han sido receptivos con ideas de foráneos, sin necesidad siquiera de preguntar el lugar de procedencia. Si en algún lado de Canarias la internacionalización eclosionó fue en el Puerto de la Cruz.
    Pero ni un ataque de autoestima sobrevenida justificaría esa negativa evolución. Y mucho menos aceptaríamos la influencia que se pueda estar ejerciendo desde una pantalla donde se suceden impunemente los dicterios y los denuestos hacia la ciudadanía capitalina, por ejemplo. El cosmopolitismo de la ciudad se contrasta, precisamente, en una convivencia pluralista como en muy pocos lugares puede registrarse. Su indeclinable vocación turística cristalizó a partir de una relación humana universalista, alentada día a día por el diálogo, por el trabajo, por la integración, por la mejor impresión que debían llevarse quienes nos visitaban.
    No, los portuenses no somos localistas hasta la irritación o el enojo de quienes reciben encargos o invitaciones para dejar su huella entre nosotros. Ahí están los ejemplos de Manrique, Amigó, Olcina, Díaz de Losada, Alfonso Eduardo Pérez-Orozco, Jalvo… por citar solo algunos que interpretaron muy bien el sentir de los portuenses y sus aspiraciones. Y tampoco, a estas alturas, va a estar cuajando una cierta hostilidad hacia todo lo que nos venga de fuera. Con fundamentalismos ya es sabido que únicamente se generan enconos y odios. La pasión jamás debe cegar y descalificar las vías de la pericia. De modo que una actitud de rechazo, que puede ser comprensible supeditada a las circunstancias, tiene que ser lo suficientemente moderada como para producir efectos correctores y revisiones consecuentes. Pero ni política de campanario ni localismos trasnochados.
    Es duro tener que escuchar que se debe abandonar un trabajo o una iniciativa “porque ustedes no son de aquí”. Al contrario, puede que los portuenses estén, por primera vez en muchísimo tiempo, dando importancia a cosas que menospreciaron: sus valores, su personalidad, su porvenir. Hay que agradecerlo, desde luego, después de décadas descansando responsabilidades en terceros o desentendiéndose de aquello que le era consustancial. Pero que esa reivindicación no signifique exclusión ni repulsión. Ni siquiera bronca coyuntural.
    Lo cantó Alberto Cortez: “No me llames extranjero, que es una palabra triste. Es una palabra helada, huele a olvido y a destierro”. Aquí, los extranjeros han sido aliados. Y salvo excepciones, no han inspirado tristeza. Si el respeto, la tolerancia, la liberalidad y la generosidad fueron virtudes, practicadas históricamente en mayor o menor medida; si en otros tiempos, puede que tan o más difíciles que los presentes, fueron los portuenses capaces de ponerlas en práctica, ahora hay que volver a hacer gala de ellas.

    Hay que lucirlas. Que no se diga que la cumbre diaria, como alguien definió hace unos años el quehacer de la ciudad, se ha convertido en una lona inhabitable. 

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