Ha
sido el filósofo y pedagogo José Antonio Marina quien ha denunciado
recientemente la confusión que se percibe entre información,
opinión y publicidad en los medios de comunicación, un hecho
habitual en el panorama mediático en nuestro país. Por mucho que se
insista en la necesidad de diferenciar los conceptos, la propensión
a invadir las coordenadas y saltarse la que debería ser una
exigencia ética, al menos entre los profesionales, sigue siendo un
hecho común: el debate, por tanto, sigue abierto.
Hay
malas prácticas: desde “teóricas” informaciones (por lo
general, entrevistas o reportajes) remitidas por los gabinetes de las
instituciones y organismos que se editan como información, sin un
recuardo o una mínima indicación de que es publicidad remitida; a
intervenciones de locutores o conductores de programas que cantan las
bondades de determinados productos o firmas anunciantes sin advertir
que se trata de una emisión publicitaria o patrocinadora, devenida
en pura y dura publicidad e inductora no solo de posibles efectos
engañosos sino de controvertidas interpretaciones sobre su
utilización y conveniencias.
En
ese panorama, hay ya una tendencia más o menos consolidada:
considerar la información como un consumo. Por tanto, no es de
extrañar que la anécdota cobre rango de categoría. No hace falta
insistir en que somos vulnerables ante los mediadores que nos
transmiten o nos cuentan la realidad. Intereses, afanes, sesgos,
tendenciosidad... influyen en el acceso al conocimiento de la
información, de la realidad a veces impuesta hasta producir eso que
ya se conoce por posverdad. Ante ello, hay que diferenciar, que en
eso consiste la defensa la cual debe estar basada en el
fortalecimiento de nuestra capacidad crítica.
El
profesor Marina advierte de la conjunción de factores como la
vertiginosa implementación de las nuevas tecnologías, los avances
difícilmente contenibles de las redes sociales y el exceso de
información y opinión como hechos a tener en cuenta para hacer ese
ejercicio de diferenciación. Marina lamenta que “todo el mundo nos
quiera dar su opinión como si fuera verdad (…), existe una
glorificación de la opinión de cada uno, porque nos parece que eso
es muy democrático”. Ahí estriba la confusión de la que
hablamos.
¿Cómo
depejarla, cómo combatirla? Claro que no es sencillo pero como
consumidores, lectores, radioyentes o telespectadores, hay que
intentarlo. Es cuando Marina se muestra tajante al reivindicar que la
educación debería convertir la inteligencia en talento. Y habla de
tener conocimientos suficientes y capacidad de evaluación ante la
multiplicidad de mensajes que reciben. Solo así será posible tomar
decisiones de forma autónoma y libre. El adecuado uso de las
herramientas tecnológicas será, en ese sentido, primordial.
Ante
la confusión, valentía; antes que resignación o dejarnos arrastrar
por sus corrientes, para desaprender. El filósofo toledano
recomienda adoptar “una actitud de escepticismo lúcido ante la
realidad que nos trasladan las múltiples fuentes de información que
tenemos a nuestro alcance”. Ese tipo de escepticismo obliga a ser
críticos y a educarnos en medios.
Así
de claro.
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