Decenas de portuenses testimonian su malestar y su disgusto por hechos ocurridos durante la jornada festiva del martes en que la imagen de la Virgen del Carmen procesiona en su trayecto marítimo-terrestre. Algunos informadores presentes o en las cercanías también dieron cuenta de lo que hay que llamar desde ya actos incívicos, algo más que meras y esporádicas acciones de gamberrismo. Juan Jesús Carballo firma un atinado artículo sobre el particular en sitios web cada vez más visitados.
Sin embargo, hemos echado en falta una declaración institucional, alguna manifestación de autoridad representativa o de portavoz que, sencillamente, hubiera hecho una apelación pública a la cordura, al civismo, al comportamiento alegre sin distorsiones; que hubiera apelado a la sensatez para que el legítimo derecho a la diversión no se ejerciera con violencia, agresividad o quebranto de las buenas costumbres y usos sociales.
No son nuevos estos sucesos aunque el paroxismo parece haberse alcanzado en la edición de este año. De unos años a esta parte, los vítores a la Virgen se convirtieron en descalificaciones, empujones, provocaciones y desafueros de quienes pretenden portarla, aún dentro del templo. El paseo por el dique del refugio pesquero, para saborear desde temprano el ambiente marinero, trocó en un riesgo absurdo de dar con ropa y todo en las aguas de la dársena porque algún gracioso se inventó eso de lanzar a quien pasaba por allí. Las concentraciones de grupos y colectivos que teóricamente danzaban o daban rienda suelta a su frenesí resultaron arriesgadas y molestas aglomeraciones donde igual te mojaban que te pellizcaban o te agredían jocosamente, un suponer. El dicho “tengamos la fiesta en paz” está, por lo que se ve, muy lejos de materializarse.
El caso es que se pierden los valores de la fiesta. Tales valores no son inmutables, desde luego, ni se puede pretender que los “modos” de diversión de nuestro tiempo sean iguales a los de hace décadas. Tampoco es cuestión de anclarse en los convencionalismos. Pero cuando se desvirtúan las conductas hasta extremos difícilmente aceptables, cuan la cosa degenera, entonces es cuando el malestar se acrecienta y la sensación de descontrol o desastre se termina consolidando hasta el punto de que generar una mala fama que trasciende y ahuyenta a los nativos (que se avergüenzan) y a gente de otras latitudes que prefieren otro jolgorio más sano y establecen una comparación con actos similares de otras latitudes para acabar optando por aquella más pacífica, más sana o menos arriesgada. Autoridades militares marítimas, un caso concreto, dejaron de acudir hace unos años después de comprobar in situ que aquel descontrol podía tener repercusiones indeseadas.
¿Hay terapia? Pues sí. Hay que insistir en el civismo, en la educación, en la prevención y en la corresponsabilidad. Y luego, como medidas complementarias, la vigilancia, el seguimiento y la intervención apropiada para evitar contagios. Un par de ejemplos:
Cuentan que la moda de arrojar gente al agua ha sido sustituida por el uso de pistolas o fusiles de agua que sus poseedores emplean para mojar a quien esté por sus alrededores. Muy bien: es difícil tratar de impedir la venta de un juguete aparentemente inocuo pero se puede intentar, al menos en aquellos establecimientos o puestos de feria que, advertida la demanda, disponen de partidas con más unidades. Cuentan también que no es agua lo que disparan: cerveza y orines son los líquidos que vierten con evidente molestia para quienes reciben el impacto y se aperciben de inmediato de que no es agua inodora, incolora e insípida lo que ha mojado su vestuario. El civismo y la prevención comienzan por recomendar, quien corresponda, que durante esos días no se vendan artilugios que van na ser mal empleados y resultan dañinos para la población.
El otro ejemplo es el elevado consumo de alcohol entre los menores de edad. Aquí sí es más fácil una intervención policial pues hay leyes y ordenanzas que prohíben la venta de esa sustancia. Claro que es triste ver a jóvenes de ambos sexos menores de edad deambulando incontroladamente, a merced de los efectos de una ingesta excesiva. Los expendedores deben estar advertidos primero y sobre ellos debe recaer todo el peso de la norma después cuando se descubras o se pruebe que despachaban bebidas alcohólicas a quienes no deben consumirlas. Una labor discreta con policías de paisano vigilantes sería muy productiva.
La organización debe cuidar y controlar hasta donde sea posible también la instalación, tanto complementaria de establecimientos fijos como ambulante, de espacios donde se fomente la aglomeración propiciada por un consumo indiscriminado, máxime si a lo largo de la jornada discurre por los alrededores alguna manifestación cívico-religiosa. Esa es la fase preventiva: llegar a acuerdos de colaboración con comerciantes, con industriales, con expendedores. Ese es otro modo de educar y de hacer partícipes del buen desarrollo de la fiesta.
Y por ahí se llega a la corresponsabilidad. Es la que hay que cultivar y consolidar con las organizaciones que tienen algo que ver con determinados actos. Su papel debe ser proactivo: preparando, disponiendo, ensayando si es necesario. No se trata de apropiarse en exclusiva de esos actos sino de hacer más llevadera y acentuar la identificación con su significado o simbolismo, conscientes de que trasciende y que congrega a muchísimas personas, lo cual requiere adoptar todas las medidas posibles de organización.
Miembros de cofradía de pescadores, hermandades y otras organizaciones deben estar mínimamente coordinados, deben seguir algunas directrices básicas y deben cooperar estrechamente para impedir extralimitaciones y desmesuras como las que se ven en el templo. Se puede conseguir. La improvisación no es buena en fiestas de masas. Y confiarlo todo a la divinidad no puede ser un recurso permanente. El propio ceremonial de la embarcación de la imagen debe estar mejor cuidado, tanto desde el punto de vista de formas como de fondo. La desorganización más organizada que jamás se haya visto, solíamos decir hace unos años, una frase que servía para definir la complejidad del momento y para lanzar un mensaje de mínima responsabilidad.
Dotar de contenidos la jornada. Es la labor de la organización. Es decir, procurar montar números y actividades, adecuadamente programadas desde el punto de vista horario, para evitar desvíos o facilitar comportamientos que desvirtúan el carácter lúdico o festivo de la jornada, “porque no hay nada”, según se quejan los jóvenes a los que se reprocha su actitud incontrolada, sobre todo en cuanto son protagonistas de algunas escenas que, sin llegar a escandalizar, generan repulsa.
El caso es que se van acumulando malas o negativas impresiones en el martes portuense por antonomasia. Y eso es lo que hay que atajar so pena de que en el futuro una fiesta de tanto raigambre termine ganándose un rechazo generalizado y lejos de ser una seña de identidad que enorgullece se convierta en una de esas manifestaciones populares que nadie quiere.
Fiesta, sí; desmadre, no. Diversión, por supuesto; lo más sana y saludable, también. Sí a la corresponsabilidad; no a los excesos. Festejar también es honrar. Hay que hacer honor a las tradiciones o labrar otras que sirvan para identificar las celebraciones con orgullo y buen hacer.
Salvador García Llanos
Sin embargo, hemos echado en falta una declaración institucional, alguna manifestación de autoridad representativa o de portavoz que, sencillamente, hubiera hecho una apelación pública a la cordura, al civismo, al comportamiento alegre sin distorsiones; que hubiera apelado a la sensatez para que el legítimo derecho a la diversión no se ejerciera con violencia, agresividad o quebranto de las buenas costumbres y usos sociales.
No son nuevos estos sucesos aunque el paroxismo parece haberse alcanzado en la edición de este año. De unos años a esta parte, los vítores a la Virgen se convirtieron en descalificaciones, empujones, provocaciones y desafueros de quienes pretenden portarla, aún dentro del templo. El paseo por el dique del refugio pesquero, para saborear desde temprano el ambiente marinero, trocó en un riesgo absurdo de dar con ropa y todo en las aguas de la dársena porque algún gracioso se inventó eso de lanzar a quien pasaba por allí. Las concentraciones de grupos y colectivos que teóricamente danzaban o daban rienda suelta a su frenesí resultaron arriesgadas y molestas aglomeraciones donde igual te mojaban que te pellizcaban o te agredían jocosamente, un suponer. El dicho “tengamos la fiesta en paz” está, por lo que se ve, muy lejos de materializarse.
El caso es que se pierden los valores de la fiesta. Tales valores no son inmutables, desde luego, ni se puede pretender que los “modos” de diversión de nuestro tiempo sean iguales a los de hace décadas. Tampoco es cuestión de anclarse en los convencionalismos. Pero cuando se desvirtúan las conductas hasta extremos difícilmente aceptables, cuan la cosa degenera, entonces es cuando el malestar se acrecienta y la sensación de descontrol o desastre se termina consolidando hasta el punto de que generar una mala fama que trasciende y ahuyenta a los nativos (que se avergüenzan) y a gente de otras latitudes que prefieren otro jolgorio más sano y establecen una comparación con actos similares de otras latitudes para acabar optando por aquella más pacífica, más sana o menos arriesgada. Autoridades militares marítimas, un caso concreto, dejaron de acudir hace unos años después de comprobar in situ que aquel descontrol podía tener repercusiones indeseadas.
¿Hay terapia? Pues sí. Hay que insistir en el civismo, en la educación, en la prevención y en la corresponsabilidad. Y luego, como medidas complementarias, la vigilancia, el seguimiento y la intervención apropiada para evitar contagios. Un par de ejemplos:
Cuentan que la moda de arrojar gente al agua ha sido sustituida por el uso de pistolas o fusiles de agua que sus poseedores emplean para mojar a quien esté por sus alrededores. Muy bien: es difícil tratar de impedir la venta de un juguete aparentemente inocuo pero se puede intentar, al menos en aquellos establecimientos o puestos de feria que, advertida la demanda, disponen de partidas con más unidades. Cuentan también que no es agua lo que disparan: cerveza y orines son los líquidos que vierten con evidente molestia para quienes reciben el impacto y se aperciben de inmediato de que no es agua inodora, incolora e insípida lo que ha mojado su vestuario. El civismo y la prevención comienzan por recomendar, quien corresponda, que durante esos días no se vendan artilugios que van na ser mal empleados y resultan dañinos para la población.
El otro ejemplo es el elevado consumo de alcohol entre los menores de edad. Aquí sí es más fácil una intervención policial pues hay leyes y ordenanzas que prohíben la venta de esa sustancia. Claro que es triste ver a jóvenes de ambos sexos menores de edad deambulando incontroladamente, a merced de los efectos de una ingesta excesiva. Los expendedores deben estar advertidos primero y sobre ellos debe recaer todo el peso de la norma después cuando se descubras o se pruebe que despachaban bebidas alcohólicas a quienes no deben consumirlas. Una labor discreta con policías de paisano vigilantes sería muy productiva.
La organización debe cuidar y controlar hasta donde sea posible también la instalación, tanto complementaria de establecimientos fijos como ambulante, de espacios donde se fomente la aglomeración propiciada por un consumo indiscriminado, máxime si a lo largo de la jornada discurre por los alrededores alguna manifestación cívico-religiosa. Esa es la fase preventiva: llegar a acuerdos de colaboración con comerciantes, con industriales, con expendedores. Ese es otro modo de educar y de hacer partícipes del buen desarrollo de la fiesta.
Y por ahí se llega a la corresponsabilidad. Es la que hay que cultivar y consolidar con las organizaciones que tienen algo que ver con determinados actos. Su papel debe ser proactivo: preparando, disponiendo, ensayando si es necesario. No se trata de apropiarse en exclusiva de esos actos sino de hacer más llevadera y acentuar la identificación con su significado o simbolismo, conscientes de que trasciende y que congrega a muchísimas personas, lo cual requiere adoptar todas las medidas posibles de organización.
Miembros de cofradía de pescadores, hermandades y otras organizaciones deben estar mínimamente coordinados, deben seguir algunas directrices básicas y deben cooperar estrechamente para impedir extralimitaciones y desmesuras como las que se ven en el templo. Se puede conseguir. La improvisación no es buena en fiestas de masas. Y confiarlo todo a la divinidad no puede ser un recurso permanente. El propio ceremonial de la embarcación de la imagen debe estar mejor cuidado, tanto desde el punto de vista de formas como de fondo. La desorganización más organizada que jamás se haya visto, solíamos decir hace unos años, una frase que servía para definir la complejidad del momento y para lanzar un mensaje de mínima responsabilidad.
Dotar de contenidos la jornada. Es la labor de la organización. Es decir, procurar montar números y actividades, adecuadamente programadas desde el punto de vista horario, para evitar desvíos o facilitar comportamientos que desvirtúan el carácter lúdico o festivo de la jornada, “porque no hay nada”, según se quejan los jóvenes a los que se reprocha su actitud incontrolada, sobre todo en cuanto son protagonistas de algunas escenas que, sin llegar a escandalizar, generan repulsa.
El caso es que se van acumulando malas o negativas impresiones en el martes portuense por antonomasia. Y eso es lo que hay que atajar so pena de que en el futuro una fiesta de tanto raigambre termine ganándose un rechazo generalizado y lejos de ser una seña de identidad que enorgullece se convierta en una de esas manifestaciones populares que nadie quiere.
Fiesta, sí; desmadre, no. Diversión, por supuesto; lo más sana y saludable, también. Sí a la corresponsabilidad; no a los excesos. Festejar también es honrar. Hay que hacer honor a las tradiciones o labrar otras que sirvan para identificar las celebraciones con orgullo y buen hacer.
Salvador García Llanos
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