De
nuevo Venezuela en el foco de atención. Situación insostenible la
de aquel país, siempre tan presente en la memoria y en los
sentimientos. Huida hacia adelante y a la desesperada de un régimen
totalitario que ha encontrado el subterfugio de una asamblea
constituyente para intentar perpetuarse, aunque eso signifique mandar
a hacer gárgaras a la mismísima revolución, calificada en su
momento 'bonita'. Un autogolpe con artificiales vestimentas de
legalidad. Otra prueba de su fracaso.
“Gloria
al bravo pueblo”, que la resistencia en la calle lanza e
identifica, si se nos permite la adaptación de los primeros versos
del himno nacional. Más de dos meses soportando con estoicismo y
gallardía la coerción y la represión de los cuerpos armados y
hasta de colectivos paramilitares. Resistencia, sí; pero sangre y
vidas -más de sesenta, algunas jovencísimas- como sacrificio, allí
donde claman libertad. Resistencia en manifiesta desigualdad, en
inferioridad evidente.
Casi
dos horas diarias dedicamos al seguimiento de la crisis venezolana.
Las manifestaciones y las protestas, prácticamente a diario, pueden
verse en directo. El Gobierno, tan esmerado en controlar los medios
de comunicación, ha perdido la batalla de las redes sociales, donde
transmiten en directo episodios y sucesos de violencia que
avergüenzan en pleno siglo XXI, cuando se upone que hay que dialogar
y auspiciar soluciones, aún desde la discrepancia. Hay que agradecer
a quienes, aún con audacia y riesgo, graban desde la calle o desde
balcones y tras los frágiles cristales los saltos, los bloqueos, las
manifestaciones y ahora, la moda de los plantones. Ver imágenes de
la plaza de La Candelaria, en pleno centro de Caracas, tan entrañable
para la diáspora canaria, donde se libra casi cada día una batalla
campal, es para deprimirse. Esas imágenes en redes sociales o
canales de Internet permiten apreciar la dimensión y la gravedad de
esta crisis. De no existir o de no haber sido difundidas, no seríamos
conscientes del alcance de este auténtico desastre, la palabra más
repetida para resumir la situación.
Fractura
social, abastecimientos casi imposibles, colas hasta el desespero,
hambre, temor, inseguridad, centros hospitalarios cerrados o
colapsados, saqueos... Crisis de institucionalidad, con una Fiscal
General denunciando públicamente amenazas ¡del Gobierno que la
nombró!; con el secretario general de la Organización de Estados
Americanos (OEA) acusando al Ejecutivo de crímenes de lesa
humanidad; con un poder judicial servil hasta límites insospechados;
con los responsables eclesiásticos clamando ante sus superiores y
ante quien quiera escucharles; con una inflación al galope tendido
sin una medida que la ataje; con una Asamblea Legislativa arrinconada
y desposeída pero que resiste como si fuera El Álamo; con un
progresivo aislamiento internacional; con sedes judiciales
violentadas y obligadas a ser trasladadas; con una productividad
económica poco competitiva...
No
es el apocalipsis sino Venezuela, un país tan al borde del
precipicio que ni siquiera la que parece ser solución extrema, la
prueba de unas elecciones democráticas, es garantía de
normalización. Muchos años han de pasar, en efecto, para que
cicatricen las heridas y el país se recupere.
“Gloria
al bravo pueblo”...
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