Pues
todos, facherío incluido, teníamos la percepción de que hubo un
partido ganador indiscutible en las últimas elecciones legislativas
y que era cuestión de negociar para ver qué mayoría parlamentaria
podía alcanzarse con el fin de superar la investidura y
posteriormente conformar el ejecutivo. También asumimos que era
consecuente no mover ficha hasta que un mes después se conociesen
los resultados de comicios autonómicos y locales, por aquello de ir
encajando las piezas y contrastar las posibles sinergias que
surgieran para concertar la gobernabilidad de las instituciones.
Creíamos
en eso pero ha ido pasando el tiempo y el asunto parece estancado. La
investidura de Pedro Sánchez se demora en demasía, hay una especie
de parálisis y la gente empieza a mosquearse, entre otras cosas,
porque ya se ha hartado de las diatribas entre políticos y porque
comprueba que, con tacticismos y subterfugios, asidos a posiciones
irreductibles, no hay manera de ceder y avanzar, de prestar un
servicio a la ciudadanía y hacer que la maquinaria funcione, que
eso, a fin de cuentas, es lo que interesa y lo que de verdad importa.
Es como si se hubieran puesto de acuerdo para aprobar las asignaturas
de gobernabilidad más cercanas y dejar para después del verano la
la que corresponde al Estado.
Así
las cosas, entre personalismos exagerados, llevar al límite los
plazos constitucionales y aferrarse a negativas radicales, aunque
sean difíciles de explicar -acaso tan solo para agradar a los
propios-, el caso es que se ha llegado a un punto en el que se
combinan perplejidad y hastío, por no decir enfado. Es el desasoiego
propio de aquellas situaciones de difícil digestión, en las que se
quiere pero no se puede, se debe pero cuál será el coste, ¿será
valorado un acto de responsabilidad? Que hay un bloqueo político, es
evidente. Pero salirse de ahí, ahora mismo, con las cartas que están
sobre la mesa, es bastante complejo. Ta es así, que vuelve a
hablarse de nuevas elecciones. A lo peor es que nos hemos contagiado
de algunas democracias europeas en las que la cita posterior a las
urnas no aportó más luz que una arimética para ir entreteniéndose
mientras el país tira con un gobierno en funciones a la espera de
encontrar una alternativa a ese bloqueo, en el fondo una auténtica
crisis , justo en la que podrán querrer convivir algunos políticos
pero no el conjunto de los ciudadanos. Adiós contrato social...
No
es de extrañar entonces que la última entrega del Centro de
Iniciativas Sociológicas (CIS) revele que los españoles se
impacienten y desvelen su enfado con los políticos por esta falta de
empatía, de flexibilidad y de capacidad para alcanzar acuerdos que
ya será cómo funcionan. Los políticos son el segundo problema en
el ánimo de los españoles, justo después del desempleo. Los
niveles de inquietud social son los más altos desde 1985. Con un
32,1 %, cuatro puntos más que el anterior registro del CIS, hace un
mes, el dato debe ser tenido muy en cuenta por los líderes políticos
y los estados mayores de los partidos. A todas esas personas, el
incumplimiento de ofertas o propósitos de campaña probablemente les
traiga sin cuidado. Lo que les importa de verdad es que haya
problemas sociales sin resolver y demandas sin poder ser atendidas.
Que el legislativo siga sin empezar a cumplir con sus funciones
esenciales. Que la economía, pese a algunos datos favorables, tiene
rumbo incierto.
No
es de extrañar, por tanto, ese desasosiego en la opinión pública y
que haya rebrotado la desafección hacia la política, que puede
interesar a unos cuantos, desde luego, pero no es un factor que
cualifique la convivencia democrática. Un proceso de desconfianza
política es lo peor que puede suceder en un país que quiere
estabilidad después de haber pasado por las urnas y de verse
sacudido por una ola de corrupción política reprobable. Un país
con derecho a no padecer tanto desasoiego.
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