lunes, 11 de marzo de 2024

Garajado, búsqueda de libertad y amor


En Garajado (Baile del Sol, colección Narativa), novela de Ernesto Rodríguez Abad, “olor a mar y tierra se mezclan”. Para quienes esgrimen que la “guerra incivil” española apenas tuvo escenario canario (no así la represión, el odio, la persecución, los rencores y la venganza), esta historia enriquece la de aquellos años convulsos, la de aquel paisaje de huertas y cultivos artesanales y de aquellos acantilados de bajío, aquellos riscos que sobrevolaban los garajados o garajaos, el charrán común al que los ornitólogos llaman “pequeña golondrina de mar”. Allí donde se descubren “las siemprevivas escarchadas de salitre y penas, las humildes lechugas de mar, alguna tabaiba retorcida sobre la tierra por el viento y las pencas de higos encarnados luchan con la tierra árida y la luz”.

Ese paisaje, para quien no lo conozca, está lleno de sugerencias. Y a él fue a parar el joven zapatero protagonista, de militancia cenetista, un sindicalista entusiasmado. El hombre que no quería ir a la guerra, ni probarla, acaso porque sabía que aquella contienda terminaría mal, como terminan todos los conflictos bélicos, con heridas que dejan huella. Y se alargan. Y se agigantan. Y se eternizan.

Los personajes de Rodríguez Abad, a los que hace comportarse con asombroso realismo, lo intuían mientras palidecía aquel mundo –mejor dicho, aquel submundo- de ideales e injusticias. También de violencia, de odio, de sinrazón y de intolerancia. En el polo opuesto, aún conscientes de que la libertad se agotaba y el amor y la alegría mermaban a borbotones, aquel olor entremezclado de mar y tierra empezaba a ser percibido con desazón y pesimismo pues no era difícil adivinar hacía donde se orientaba aquella asfixia, aquella rigidez.

El autor, por cierto, emplea un peculiar estilo descriptivo. Su utilización de oración o frase corta –a veces, de un solo término- no solo ambienta adecuadamente la acción sino que da sentido rítmico a la secuencia y suscita el interés por lo que va a ocurrir. Es el sello propio del autor, tan cargado de garra como de emotividad; es la emoción que genera sin ambages, hasta producir la intensidad que lo hace distintivo. Ahí es donde se palpa la pasión por las palabras, por el extenso vocabulario que domina Rodríguez Abad, por el valor que va descubriendo y atesorando para desnudar los sentimientos, desde la duda a la firmeza, desde la satisfacción momentánea a la amargura prolongada, la intensidad de cada momento.

Quienes le conocen bien aseguran que, desde muy temprana edad,  Ernesto Rodríguez Abad comenzó a soñar con las palabras. En una semblanza biográfica, reconoce que, siendo niños, ya escuchaba a los mayores y a los ancianos narrar historias de vida, cuantos y romances. Las memorizaba o las readaptaba. Las montañas y el mar embrujaron su imaginación creativa, su escritura plagada de matices atractivos.

Lo acredita en Garajado, que, desde luego, por múltiples razones,  no es una novela más de la Guerra Civil.

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