Dicen que hay muy pocos momentos de silencio que impresionen e impacten más que los precedentes al disparo de salida de la carrera de los cien metros de longitud.
Lo pudimos contrastar nuevamente en ocasión de los pasados campeonatos del mundo de atletismo en Berlín. El estadio olímpico abarrotado; el público expectante; en la pista, los mejores corredores. Hacía muy poco que habían competido en una Olimpíada, habían establecido sus mejores marcas. El inmenso desafío de superarlas estaba planteado para seguir aumentando la gloria.
La gloria de los cien metros. La gloria de los nueve segundos y pico.
Casi todas las televisiones del mundo están transmitiendo o han interrumpido su programación habitual para ofrecer la carrera por antonomasia.
Las imágenes son estimulantes. Los atletas, concentrados, ensimismados, todos al mismo nivel. Se nota cuando les van presentando, cuando anuncian su calle, su dorsal y su nacionalidad. Los más distendidos hacen un guiño, un leve gesto. Su mirada a la cámara es la de alguien que, ahora mismo, tiene un crono en la mente. El público ruge.
Los prolegómenos del desafío se agotan. Un último estiramiento antes de colocar la planta de los pies sobre los tacos o estribos de salida, a la espera del disparo. ¿Para qué o para quién ese último pensamiento antes de salir?
Cualquiera que sea se diluye en el espeso silencio. Porque, de pronto, todos callan. El rugido se ha ido al limbo. No hay sonido, nada se siente. Dura unos segundos, unas centésimas. Pero es el silencio más impresionante, el más elocuente, el que concentra toda la expectación, el que desahogará todas las ansias, toda la emoción, todo el esfuerzo atlético.
Cuando la detonación de la pistola se materializa y la salida se da por buena, vuelve el rugido. Hasta ensordecer. Es como si los corredores se sintieran empujados por ese factor que proviene de ochenta o noventa mil gargantas. El camino a la gloria está expedito. Sólo para los elegidos.
Uno, dos, tres… Las zancadas. Cuatro, cinco, seis… El despegue, la sincronía de los movimientos, el poderío sobre la pista… Siete, ocho, nueve…
Lo pudimos contrastar nuevamente en ocasión de los pasados campeonatos del mundo de atletismo en Berlín. El estadio olímpico abarrotado; el público expectante; en la pista, los mejores corredores. Hacía muy poco que habían competido en una Olimpíada, habían establecido sus mejores marcas. El inmenso desafío de superarlas estaba planteado para seguir aumentando la gloria.
La gloria de los cien metros. La gloria de los nueve segundos y pico.
Casi todas las televisiones del mundo están transmitiendo o han interrumpido su programación habitual para ofrecer la carrera por antonomasia.
Las imágenes son estimulantes. Los atletas, concentrados, ensimismados, todos al mismo nivel. Se nota cuando les van presentando, cuando anuncian su calle, su dorsal y su nacionalidad. Los más distendidos hacen un guiño, un leve gesto. Su mirada a la cámara es la de alguien que, ahora mismo, tiene un crono en la mente. El público ruge.
Los prolegómenos del desafío se agotan. Un último estiramiento antes de colocar la planta de los pies sobre los tacos o estribos de salida, a la espera del disparo. ¿Para qué o para quién ese último pensamiento antes de salir?
Cualquiera que sea se diluye en el espeso silencio. Porque, de pronto, todos callan. El rugido se ha ido al limbo. No hay sonido, nada se siente. Dura unos segundos, unas centésimas. Pero es el silencio más impresionante, el más elocuente, el que concentra toda la expectación, el que desahogará todas las ansias, toda la emoción, todo el esfuerzo atlético.
Cuando la detonación de la pistola se materializa y la salida se da por buena, vuelve el rugido. Hasta ensordecer. Es como si los corredores se sintieran empujados por ese factor que proviene de ochenta o noventa mil gargantas. El camino a la gloria está expedito. Sólo para los elegidos.
Uno, dos, tres… Las zancadas. Cuatro, cinco, seis… El despegue, la sincronía de los movimientos, el poderío sobre la pista… Siete, ocho, nueve…
Ahí surge su figura inmensa, su distancia, su superioridad insultante… Una mirada al crono para empezar a festejar. El rugido de la marabunta tiene ya niveles de éxtasis incontrolado.
Ha ganado Usain Bolt, el jamaicano. Delante del norteamericano Tyson Gay y del paisano Asafa Powell. Empieza el show del indiscutible triunfador. La marca se confirma: 9.58, la mejor de todos los tiempos.
Ha durado eso el camino a la gloria: nueve segundos y cincuenta y ocho centésimas.
Pero uno se queda, como registro indeleble con ganas de volverlo a experimentar, con aquel imponente silencio. El que antecede a la gloria. Si alguien lo grabó, le invito a que reproduzca y palpe esa sensación.
Espectacular.
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