Ahora que los tiempos y las circunstancias no están para hermanamientos, bueno será recordar que fueron una interesante figura de acercamiento entre los pueblos una vez recuperados los ayuntamientos democráticos. Los franceses ya los habían puesto en marcha desde hace décadas. Fueron fortaleciéndose a medida que surgían nuevas instancias en las estructuras europeas y, en algunos casos, alcanzaron rango de intercontinentalidad.
Los hermanamientos sufrieron alguna crítica injusta. Como por ejemplo, que sólo servían para que políticos y algún séquito viajaran y se alojaran gratuitamente durante unas fechas. O que generaban un volumen de gastos considerables sin que se correspondieran con la proyección del nombre o la marca del municipio.
Sin embargo, algunos hechos que, en sí mismos, daban carta de naturaleza al hermanamiento -decidido libremente entre las corporaciones que daban el paso-, propiciaban la conveniencia de conocerse mejor y enriquecer, mediante intercambios o las fórmulas que se estimaran más adecuadas, los vínculos que estrecharan las relaciones entre los pueblos.
Por ejemplo, los modelos productivos de un municipio, la similitud de sus respectivas evoluciones históricas, las denominaciones, alguna manifestación sociocultural que con el paso del tiempo se consolidó y adquirió notorio relieve, presencia de núcleos de población, afinidades diversas…
Luego había que dar contenido a los hermanamientos, cómo plasmarlos, y, sobre todo, cómo no dejarlos reducidos a actos institucionales con palabras e intercambio de obsequios. Dependía, naturalmente, de los recursos económicos, de las distancias, de las opciones de viajes de grupos. Pero en casi todos los casos latía la voluntad de ampliar horizontes y ampliar participación, es decir, extender el hecho en sí para que la población conociera el por qué de un hermanamiento.
Si la memoria no es infiel, el Puerto de la Cruz se hermanó con Almunécar (Granada), una localidad costera con un clima similar y que quería abrirse al turismo fuera de la estacionalidad. También con San Bartolomé de Tiajana (Gran Canaria), cuando aún era regidor Francisco Araña del Toro. En aquella ocasión se habló por primera vez y con mucha seriedad del peso que soportaban las haciendas locales de los municipios turísticos que habrían de prestar servicios a una población -la denominaban flotante- muy superior a la de derecho.
Se materializó, asimismo, un hermanamiento con Puerto la Cruz (Venezuela), sin la preposición ‘de’, una preciosa localidad del oriente que, aparte de la casi idéntica denominación y de alguna presencia de paisanos, conservaba elementos geográficos y urbanos muy similares. Un nutrido grupo de portuenses viajó hasta aquella localidad mediados los años ochenta.
Con Düsseldorf, importante ciudad alemana de la Renania-Westfalia, había un intercambio carnavalero desde principios de los años setenta del pasado siglo. La promoción turística y la necesidad de captar cada año segmentos de mercado, más la fama y la promoción que las sucesivas ediciones fueron adquiriendo mediante importantes serias aportaciones personales, hicieron que se plasmara otro hermanamiento, sin duda el más positivo y el más beneficioso desde el punto de vista de interés colectivo.
Ya en pleno siglo XXI, los asesores de turismo de una bellísima ciudad del Adriático italiano, Martinsicuro, provincia de Téramo, descubrieron que algunos de sus pescadores que faenaron en aguas del Atlántico disfrutaban de temporadas de descanso en el Puerto de la Cruz. Además, querían desarrollar un modelo turístico similar. El programa de actos, como en casos anteriores, consignó una devolución de visitas de las respectivas representaciones institucionales.
Y con el municipio palmero de Breña Alta, por aquello de la imagen del Gran Poder de Dios en principio destinada para aquella localidad pero que, al final, según la leyenda, no pudo ser embarcada pues el mar se enfurecía -señal que fue interpretada por los portuenses como voluntad divina para quedarse- debe existir también algún acuerdo corporativo, reforzado con los adoptados por organizaciones religiosas, para que ese vínculo perdure.
En fin, independientemente de los casos señalados, los hermanamientos son útiles, acercan a los pueblos, cualifican las relaciones humanas y puede que hasta favorezcan alguna actividad socioeconómica.
Si se plantean con rigor y se hacen sin derroches, en épocas en las que el egoísmo y la insolidaridad predominan, han de servir como pruebas de que las personas todavía tienen razones para vivir con alicientes nobles y pacíficos.
Los hermanamientos sufrieron alguna crítica injusta. Como por ejemplo, que sólo servían para que políticos y algún séquito viajaran y se alojaran gratuitamente durante unas fechas. O que generaban un volumen de gastos considerables sin que se correspondieran con la proyección del nombre o la marca del municipio.
Sin embargo, algunos hechos que, en sí mismos, daban carta de naturaleza al hermanamiento -decidido libremente entre las corporaciones que daban el paso-, propiciaban la conveniencia de conocerse mejor y enriquecer, mediante intercambios o las fórmulas que se estimaran más adecuadas, los vínculos que estrecharan las relaciones entre los pueblos.
Por ejemplo, los modelos productivos de un municipio, la similitud de sus respectivas evoluciones históricas, las denominaciones, alguna manifestación sociocultural que con el paso del tiempo se consolidó y adquirió notorio relieve, presencia de núcleos de población, afinidades diversas…
Luego había que dar contenido a los hermanamientos, cómo plasmarlos, y, sobre todo, cómo no dejarlos reducidos a actos institucionales con palabras e intercambio de obsequios. Dependía, naturalmente, de los recursos económicos, de las distancias, de las opciones de viajes de grupos. Pero en casi todos los casos latía la voluntad de ampliar horizontes y ampliar participación, es decir, extender el hecho en sí para que la población conociera el por qué de un hermanamiento.
Si la memoria no es infiel, el Puerto de la Cruz se hermanó con Almunécar (Granada), una localidad costera con un clima similar y que quería abrirse al turismo fuera de la estacionalidad. También con San Bartolomé de Tiajana (Gran Canaria), cuando aún era regidor Francisco Araña del Toro. En aquella ocasión se habló por primera vez y con mucha seriedad del peso que soportaban las haciendas locales de los municipios turísticos que habrían de prestar servicios a una población -la denominaban flotante- muy superior a la de derecho.
Se materializó, asimismo, un hermanamiento con Puerto la Cruz (Venezuela), sin la preposición ‘de’, una preciosa localidad del oriente que, aparte de la casi idéntica denominación y de alguna presencia de paisanos, conservaba elementos geográficos y urbanos muy similares. Un nutrido grupo de portuenses viajó hasta aquella localidad mediados los años ochenta.
Con Düsseldorf, importante ciudad alemana de la Renania-Westfalia, había un intercambio carnavalero desde principios de los años setenta del pasado siglo. La promoción turística y la necesidad de captar cada año segmentos de mercado, más la fama y la promoción que las sucesivas ediciones fueron adquiriendo mediante importantes serias aportaciones personales, hicieron que se plasmara otro hermanamiento, sin duda el más positivo y el más beneficioso desde el punto de vista de interés colectivo.
Ya en pleno siglo XXI, los asesores de turismo de una bellísima ciudad del Adriático italiano, Martinsicuro, provincia de Téramo, descubrieron que algunos de sus pescadores que faenaron en aguas del Atlántico disfrutaban de temporadas de descanso en el Puerto de la Cruz. Además, querían desarrollar un modelo turístico similar. El programa de actos, como en casos anteriores, consignó una devolución de visitas de las respectivas representaciones institucionales.
Y con el municipio palmero de Breña Alta, por aquello de la imagen del Gran Poder de Dios en principio destinada para aquella localidad pero que, al final, según la leyenda, no pudo ser embarcada pues el mar se enfurecía -señal que fue interpretada por los portuenses como voluntad divina para quedarse- debe existir también algún acuerdo corporativo, reforzado con los adoptados por organizaciones religiosas, para que ese vínculo perdure.
En fin, independientemente de los casos señalados, los hermanamientos son útiles, acercan a los pueblos, cualifican las relaciones humanas y puede que hasta favorezcan alguna actividad socioeconómica.
Si se plantean con rigor y se hacen sin derroches, en épocas en las que el egoísmo y la insolidaridad predominan, han de servir como pruebas de que las personas todavía tienen razones para vivir con alicientes nobles y pacíficos.
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