Nos encanta vivir con, contra, de, en, para, por, sobre y tras la crisis. Perdón por la sucesión de preposiciones: igual sale un texto que, comenzado así, parece un juego de palabras, cuando no es eso lo que se pretende.
Si en tiempos de bonanza, ya hablábamos de penurias y carencias, y nos defendíamos, o sea, convivíamos con las dificultades y cualquier recesión era lidiada con entusiasmo e imaginación; es decir, sin exageraciones, si casi toda la vida hemos andado entre recortes y limitaciones, ahora que estamos viviendo una auténtica depresión social, económica y financiera como nunca antes habíamos conocido, hemos de ser consecuentes. De verdad, encantados. O casi.
Con la crisis, se aprende a ahorrar. O a gastar lo necesario. Vivíamos por encima de nuestros reales niveles de ingresos. Derrochábamos. La crisis pone muchas cosas en su sitio. Hasta las frases hechas recobran pleno sentido: hay que ajustarse el cinturón.
Contra ella, porque no hay que rendirse y por muy dura que sea, hay que estrujar la imaginación y sobreponerse a las adversidades. Se trata de poder más que ella, de luchar con los recursos al alcance y con los que lícitamente puedan surgir para buscar oportunidades y encontrarlas.
De la crisis viven unos cuantos, incluidos quienes la crearon o la provocaron con sus desmanes y fechorías. Abusadores. Actuaron inescrupulosamente. Eran (son) conscientes de la debilidad humana y de lo dados que somos a consumir por encima de lo que ingresamos, hasta que perdieron el control. Pusieron a prueba el sistema y lo que hicieron fue que brillara el fracaso del capitalismo que, por cierto, no previó este escenario. Y si lo hizo, más ruin todavía.
En la crisis se conoce más. Hasta las entretelas de todo aquello que parecía prohibido o inalcanzable. Se contrasta la realidad económica, desaparece la artificialidad de medios o negocios pensados para crecer sin sentido de la medida. Lástima que en la crisis, aquello que se creó como medio de vida, sucumba víctima de créditos y otras figuras bancarias caracterizadas por la explotación. Los autónomos, desde luego, los grandes perdedores.
Para la crisis trabajan quienes la jalean, quienes hacen bueno aquello de cuanto peor, mejor. Algunos políticos, por ejemplo, están haciendo un master.
Por ella se mueven hilos y decisiones inextricables, manos negras y poderes ocultos que creen que hay que profundizar y que el fondo del pozo no cubre, o no se hace pie. Exprimen, porque es lo suyo, y porque les gusta que los asalariados sufran. Es probable que no sean conscientes de lo que está en juego.
Sobre la crisis se mueven quienes no la han padecido. Los poderosos que lo siguen siendo. Los de empleo estable. Los dueños de la tierra y los señores de la guerra. Sobre ella flotan y reman banqueros y ricachones, quienes siguen trabajando en clave de cuenta de explotación que no merma.
Si en tiempos de bonanza, ya hablábamos de penurias y carencias, y nos defendíamos, o sea, convivíamos con las dificultades y cualquier recesión era lidiada con entusiasmo e imaginación; es decir, sin exageraciones, si casi toda la vida hemos andado entre recortes y limitaciones, ahora que estamos viviendo una auténtica depresión social, económica y financiera como nunca antes habíamos conocido, hemos de ser consecuentes. De verdad, encantados. O casi.
Con la crisis, se aprende a ahorrar. O a gastar lo necesario. Vivíamos por encima de nuestros reales niveles de ingresos. Derrochábamos. La crisis pone muchas cosas en su sitio. Hasta las frases hechas recobran pleno sentido: hay que ajustarse el cinturón.
Contra ella, porque no hay que rendirse y por muy dura que sea, hay que estrujar la imaginación y sobreponerse a las adversidades. Se trata de poder más que ella, de luchar con los recursos al alcance y con los que lícitamente puedan surgir para buscar oportunidades y encontrarlas.
De la crisis viven unos cuantos, incluidos quienes la crearon o la provocaron con sus desmanes y fechorías. Abusadores. Actuaron inescrupulosamente. Eran (son) conscientes de la debilidad humana y de lo dados que somos a consumir por encima de lo que ingresamos, hasta que perdieron el control. Pusieron a prueba el sistema y lo que hicieron fue que brillara el fracaso del capitalismo que, por cierto, no previó este escenario. Y si lo hizo, más ruin todavía.
En la crisis se conoce más. Hasta las entretelas de todo aquello que parecía prohibido o inalcanzable. Se contrasta la realidad económica, desaparece la artificialidad de medios o negocios pensados para crecer sin sentido de la medida. Lástima que en la crisis, aquello que se creó como medio de vida, sucumba víctima de créditos y otras figuras bancarias caracterizadas por la explotación. Los autónomos, desde luego, los grandes perdedores.
Para la crisis trabajan quienes la jalean, quienes hacen bueno aquello de cuanto peor, mejor. Algunos políticos, por ejemplo, están haciendo un master.
Por ella se mueven hilos y decisiones inextricables, manos negras y poderes ocultos que creen que hay que profundizar y que el fondo del pozo no cubre, o no se hace pie. Exprimen, porque es lo suyo, y porque les gusta que los asalariados sufran. Es probable que no sean conscientes de lo que está en juego.
Sobre la crisis se mueven quienes no la han padecido. Los poderosos que lo siguen siendo. Los de empleo estable. Los dueños de la tierra y los señores de la guerra. Sobre ella flotan y reman banqueros y ricachones, quienes siguen trabajando en clave de cuenta de explotación que no merma.
Favorecidos ellos porque siempre tendrán la moneda a su favor.
Y tras la crisis, arrastrados por la ola de pesimismo y de escepticismo, vamos casi todos. Desde luego, todos aquellos que luchamos para superar desequilibrios y somos conscientes de que es la peor época. Pero que no nos rendimos. ¡Hombre! Tampoco es para preguntarse lo de Supertramp, “Crisis. Qué crisis?” (traducido), pero mientras se pueda cumplir con una de las más sencillas pero más atinadas recomendaciones del ya célebre ingeniero Leopoldo Abadía, gastar menos, mejor y más propicia actitud habrá para hacer frente a todas las preposiciones.
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