lunes, 20 de septiembre de 2010

COMPLACENCIA Y TIBIEZA

Contradicciones, incongruencias, gremialismo, posiciones contrapuestas en el seno de una misma organización, divergencias…, todo eso se acumula - con el tañido de las campanas de xenofobia al fondo- en la crisis abierta en la Unión Europea (UE) con las expulsiones masivas de gitanos procedentes de Rumania decididas por el Gobierno de Francia. El asunto es de calado, sienta unos precedentes muy peligrosos y levanta muchas dudas no sólo para la compleja resolución final sino para el propio funcionamiento de los órganos de la Unión y los planteamientos que, ideológica y políticamente, han de sustentar los debates y los objetivos programáticos que se fijen los actores políticos y los gobiernos.

Estamos, en efecto, quizá de forma inesperada, ante uno de los principales problemas que los veintisiete han de afrontar, conscientes de que las deportaciones masivas constituyen un hecho que colisiona con el derecho comunitario a la vez que resulta contrario a los valores y principios europeos. Al calor de los acontecimientos, ha exclamado no entender nada de nada y es comprensible: aún respetando su capacidad y su autonomía de decisión así como la aplicación misma de las leyes de su país, es difícil justificar la decisión de Nicolas Sarkozy.

La criticó, abiertamente, sin reservas, como tenía que ser, la comisaria europea de Justicia y Derechos Fundamentales, Viviane Reding, quien anticipaba la apertura de un expediente de infracción por presunta vulneración de la legislación comunitaria. Y es que las razones de seguridad esgrimidas por el presidente francés son, cuando menos, discutibles. Es como si quisiera hacer ostentación de autoridad sobre una comunidad que, desde hace muchos años, por múltiples razones, se mueve en las coordenadas de la marginalidad, viéndose obligada a un insólito ejercicio de supervivencia. En este caso, resulta evidente que sus derechos han sido atropellados.

Pero el anuncio de la comisaria Reding apenas ha tenido otra utilidad que reforzar la postura del presidente de la Comisión Europea, el portugués Durao Barroso, quien mantuvo un duro enfrentamiento dialéctico con Sarkozy, digno de mejor causa. Dio igual: el mandatario galo se vio respaldado por otros presidentes de la UE que se “solidarizaban” y no queda más remedio que entrecomillar el término- pidiendo respeto para sus determinaciones (¿no lo merecen los rumanos deportados?) cuando, en realidad, escurrían el bulto y sembraban gruesas semillas de incertidumbre sobre el procesamiento a medio y corto plazo de este problema.
El presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, tampoco escapa a las críticas de tan complaciente, tibia y desconcertante postura. Ha ganado dos cosas: destapar al malestar de sectores de su partido que seguro esperaban un discurso más expresivo desde su probada condición europeísta y la defensa de derechos civiles; y obtener, como efímero premio, el silencio aprobatorio de la derecha mediática. El presidente, con papeletas delicadas sobre la mesa, habrá optado por el mal menor.

Muy poco e inconsistente bagaje, desde luego -especialmente desde el punto de vista ideológico-, cuando lo que aflora, de modo preocupante, es una sucesión de actos discriminatorios y decisiones excluyentes. Estos asomos de xenofobia contrastan con principios de derecho comunitario y ponen en entredicho las propias reglas que los veintisiete se han dado y que están obligados a encontrar una solución revisando la normativa que les aglutina, si es necesario.

Otro callejón, cierto, para la Unión Europea. El caso es que la salida sólo depende de ella misma. Si es capaz de superar contradicciones e incoherencias. Y si es capaz de imaginar políticas más valientes. Las que proceda, antes que experimentar un retroceso de muy inciertos derroteros.

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