Estremecedor relato de quien ha sido identificado como Freddy Lala, joven ecuatoriano de 18 años, el único superviviente de la matanza de Tamaulipas, en México, donde sicarios inescrupulosos abatieron con un tiro en la nuca a setenta y dos inmigrantes que intentaban cruzar la frontera.
Estremecedor por la descripción, por la experiencia, por lo sucedido tras el último disparo. Creyeron que estaba muerto, el tiro rozó, sólo rozó su cuello. Vagó durante la noche, sin ayuda, hasta que dio con una representación del ejército que no daría crédito hasta que verificó los resultados de la matanza. Terrible.
Freddy, con el rostro difuminado ante las cámaras, desde el lecho del dolor, lo cuenta aún bajo los efectos del impacto. Ya está en su país, donde se supone que será un testigo protegido. ¡Uf! qué malo debe ser. El Gobierno de Ecuador ha pedido que le respeten, que le dejen en paz, que no haya alardes para recabar su testimonio. Chiquita papeleta también para el ejecutivo de Rafael Correa que habrá de esmerarse para garantizar la seguridad del superviviente.
Freddy Lala vio el mal de cerca, escuchó el disparo (los disparos) de la muerte, sintió el impulso aniquilador del hombre, comprobó lo poco que vale la vida en lugares como los que transitaba... Fingió que también había muerto y escapó. Sus palabras sobrecogían; es probable que su testimonio haya sido visto o seguido por los asesinos de sus setenta y dos compañeros de la tragedia. Y es ahí donde los pelos se ponen como escarpias pensando en sus reacciones, en sus tentáculos, en sus malvadas conexiones.
El joven ecuatoriano vivió para contarlo. Pronto habrá libros y hasta harán una película. Del estremecedor relato nos queda la angustia. Y la incertidumbre de lo que ocurra en ese hermoso país, sacudido por una ola de violencia incontrolada, a la que Freddy Lala sobrevivió milagrosamente.
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