Desde hace unos años, algunos sectores del Puerto de la Cruz se ven afectados por las acciones irresponsables y vandálicas de quienes la emprenden con jardines, mobiliario urbano y patrimonio en general, causando daños y destrozos cuya primera visualización causa pena y también impotencia, como si de un irremediable dolor de frustración se tratase.
Lo experimentamos en primera persona, hace unos años, ejerciendo aún la alcaldía. Regresábamos a casa a pie, en la madrugada de un domingo, cuando al pasar por la plaza del Charco un grupo de jóvenes desconocidos hablaba en unas escalinatas, junto a un parterre. Dos de ellos golpeaban con un palo los rosales y los arbustos. Al pasar a su lado, les dije, con toda naturalidad: “¡Hombre, el arbolito no les está haciendo daño!”. La réplica, con voz de contrariedad, de uno de ellos fue contundente:
-¿Y qué? ¿Es tuyo?
Ni nos reconocieron ni añadieron desconsideración alguna. Seguimos nuestro camino, para evitar complicaciones, sin más. Pero era una estampa clara de lo que es gamberrismo, de lo que es una falta de respeto y una actitud incívica.
Conscientes del malestar que estos hechos despiertan en la población y siempre procurando encontrar alguna alternativa, adoptamos algunas medidas: apelaciones públicas al civismo, advertencias de sanciones previas diligencias judiciales, sugerencias de penas consistentes en trabajos a favor de la comunidad e intensificación de medidas de seguridad, aún cuando ésta resultaría siempre insuficiente. Tales medidas tuvieron repercusiones insatisfactorias.
El fenómeno no ha decrecido. Hay grupos de jóvenes cuyo comportamiento deja mucho que desear y se empeñan en “dejar huella”: en su modo de diversión, figuran estos modales de dañar, romper, destrozar. Cuando la ciudad aparece un domingo o un festivo por la mañana, hay zonas que deprimen. Qué pena. Algunos de los afectados, que somos todos, cuando contemplamos los “efectos de la plaga”, movemos la cabeza, no acertamos a saber por qué, nos llena de dolor la situación. No es justo. Otros, para desahogar, para encontrar alguna justificación dicen que “eso no lo hacen los del Puerto”.
Lo cierto es que cada año hay un capítulo del presupuesto municipal específicamente dedicado a la reparación de los desmanes físicos y de las tropelías cometidas al amparo de la soledad nocturna, en un acto de cobardía casi siempre impune. Porque hay que reparar los daños, claro. Porque hay que ser conscientes de la naturaleza de la ciudad en la que convivimos, obligada a ser un escaparate permanente y que, por consiguiente, no puede presentar un aspecto negativo.
Ojalá la moda hubiera sido sólo eso, algo pasajero. Pero que sus efectos duelen, es un hecho. No es justo, no es de recibo que el trabajo y el esmero de tantas personas para que todos disfrutemos el bien común, de los encantos, de los recursos públicos y de los valores patrimoniales, se vea literalmente destrozado por la acción de unos vándalos, aprendices de Atila, que, a su paso por algunas zonas de la ciudad, arrasan.
Que sepan, por lo menos, que nos duele.
Lo experimentamos en primera persona, hace unos años, ejerciendo aún la alcaldía. Regresábamos a casa a pie, en la madrugada de un domingo, cuando al pasar por la plaza del Charco un grupo de jóvenes desconocidos hablaba en unas escalinatas, junto a un parterre. Dos de ellos golpeaban con un palo los rosales y los arbustos. Al pasar a su lado, les dije, con toda naturalidad: “¡Hombre, el arbolito no les está haciendo daño!”. La réplica, con voz de contrariedad, de uno de ellos fue contundente:
-¿Y qué? ¿Es tuyo?
Ni nos reconocieron ni añadieron desconsideración alguna. Seguimos nuestro camino, para evitar complicaciones, sin más. Pero era una estampa clara de lo que es gamberrismo, de lo que es una falta de respeto y una actitud incívica.
Conscientes del malestar que estos hechos despiertan en la población y siempre procurando encontrar alguna alternativa, adoptamos algunas medidas: apelaciones públicas al civismo, advertencias de sanciones previas diligencias judiciales, sugerencias de penas consistentes en trabajos a favor de la comunidad e intensificación de medidas de seguridad, aún cuando ésta resultaría siempre insuficiente. Tales medidas tuvieron repercusiones insatisfactorias.
El fenómeno no ha decrecido. Hay grupos de jóvenes cuyo comportamiento deja mucho que desear y se empeñan en “dejar huella”: en su modo de diversión, figuran estos modales de dañar, romper, destrozar. Cuando la ciudad aparece un domingo o un festivo por la mañana, hay zonas que deprimen. Qué pena. Algunos de los afectados, que somos todos, cuando contemplamos los “efectos de la plaga”, movemos la cabeza, no acertamos a saber por qué, nos llena de dolor la situación. No es justo. Otros, para desahogar, para encontrar alguna justificación dicen que “eso no lo hacen los del Puerto”.
Lo cierto es que cada año hay un capítulo del presupuesto municipal específicamente dedicado a la reparación de los desmanes físicos y de las tropelías cometidas al amparo de la soledad nocturna, en un acto de cobardía casi siempre impune. Porque hay que reparar los daños, claro. Porque hay que ser conscientes de la naturaleza de la ciudad en la que convivimos, obligada a ser un escaparate permanente y que, por consiguiente, no puede presentar un aspecto negativo.
Ojalá la moda hubiera sido sólo eso, algo pasajero. Pero que sus efectos duelen, es un hecho. No es justo, no es de recibo que el trabajo y el esmero de tantas personas para que todos disfrutemos el bien común, de los encantos, de los recursos públicos y de los valores patrimoniales, se vea literalmente destrozado por la acción de unos vándalos, aprendices de Atila, que, a su paso por algunas zonas de la ciudad, arrasan.
Que sepan, por lo menos, que nos duele.
No hay comentarios:
Publicar un comentario