Hasta
no hace mucho tiempo, se hablaba de turismofobia, el rechazo social
al turismo, para definirla en pocas palabras. En su obra Tendencias
del turismo 2009-2013 (Kindle), el
periodista Xavier Canalis afirmaba que en varios destinos turísticos,
la actividad del sector empezaba a ser percibida por los nativos como
una especie de amenaza para su estilo de vida. Después de contrastar
opiniones de expertos, Canalis plantea que la turismofobia surge al
quebrarse el equilibrio o la capacidad de carga de un destino
teniendo en cuenta que la población local y los visitantes han de
compartir recursos limitados, el mismo espacio público, servicios y
otras utilidades.
Cuando parece que el
fenómeno ha remitido, la Organización Mundial del Turismo (OMT)
convocó un foro en Lisboa (Portugal), bajo el título “Ciudades
para todos: construyendo ciudades para ciudadanos y visitantes”,
para tratar la convivencia entre residentes y turistas que, en
efecto, ha atravesado por fases de tensión en momentos determinados.
La organización es claramente partidaria de impulsar una adecuada
convivencia entre ambas partes.
“Que no se creen
barreras entre residentes y quienes son visitantes”, dijo el
alcalde de la capital portuguesa, Fernando Medina. “La experiencia
de los turistas debe ser lo más agradable posible y al mismo tiempo
los ciudadanos no han de sentir la presencia de visitantes como algo
que les excluye de la ciudad sino como algo que puede ser
compartido”, reflexionó el ministro de Economía de Portugal,
Pedro Siza Vieira.
Los dos pensamientos
anteriores convergen en la importancia del turismo como industria
productiva y como dinamizador económico, a la vez que factor
integrador de la convivencia y de las relaciones sociales. Ya lo
palpan así en Buenos Aires (Argentina) como puso de manifiesto en la
reunión de Lisboa el secretario de Estado de Turismo del país
criollo, Gustavo Santos. “Ya estamos comenzando a sentir la presión
turística”, dijo. Argentina registró en 2018 siete millones de
visitantes extranjeros, cantidad sensiblemente inferior a los de
países de la Unión Europea (UE), pero la primera entre las naciones
del entorno suramericano. Reconocer los síntomas de esa presión,
sobre el papel obligará a los argentinos a hacer previsiones y
adoptar medidas encaminadas a evitar males mayores.
El
turismo tiene algunos impactos negativos, cierto. Pero no puede
negarse que es un sostén muy importante de la productividad
económica. En España, números relativos, significa el 11 % del
Producto Interior Bruto (PIB) y proporciona empleo a un 10 % de la
población. Nuestro país ha vivido tiempos de auténtica bonanza,
beneficiada, si si se quiere, por la situación que se ha vivido en
destinos emergentes o competidores. Los récords son difícilmente
igualables. Está claro que España, en el plano internacional,
ocupa un lugar destacadísimo, turísticamente hablando. En
efecto, la evolución de la actividad turística se traduce en
beneficios para el país y para el sector.
Pero,
como es natural, se ido gestando un cierto rechazo en determinados
destinos, sentimiento cuya capacidad de contagio es verdaderamente
inquietante. Claro que hay que distinguir entre dos situaciones: una,
cuando se constata un cierto equilibrio entre las comunidades nativa
y visitante, casi hasta producir una cierta fusión o una convivencia
natural tendente a la integración. Entonces, se da una clara
apreciación de los beneficios por parte de los residentes que
termina ignorando o sobrellevando los efectos negativos. La otra: hay
una capacidad de carga en todo destino turístico. Al superarla, se
nota y se padece los problemas derivados. Ahí radica la génesis del
rechazo. Y entonces, hay que hacerse cargo de lo que inspira esa
actitud y de la necesidad de corregir lo que sea para superarla.
A
ver qué aporta la OMT tras el foro de Lisboa, tras esa conclusión
de convivencia adecuada entre las partes y con la que estamos
plenamente de acuerdo.
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