Seguro
que Jaime Estévez Santana está de acuerdo con esta afirmación de
Enid Verity, esposa del arquitecto y cineasta inglés del mismo
apellido, Terence, promotor del célebre festival de música y artes
Henley, fallecido en Amman, Jordania:
“El
color es misterioso, escapa a la definición; es una experiencia
subjetiva; una sensación cerebral que depende de tres factores
relacionados y esenciales: luz, un objeto y un observador”.
Cuando
lo plasma, empieza a revelar el misterio, por lo menos lo acerca. Es
la realización unipersonal. Las neuronas fluyen sin cesar como si
hubieran descubierto lo que las ilumina: se han situado, han
localizado la arboleda, la frondosidad, lo selvático, la
laurisilva... Él es quien observa, el tercer factor que, envuelto en
la infinita meticulosidad de la naturaleza, la observa a diestra y
siniestra con un solo ánimo: tratar su esplendor.
La
mayoría de nosotros habita en espacios urbanos, en ciudades ocupadas
donde la madre natura es domesticada y suele quedar relegada a un
sitio no tan importante en la vida cotidiana. Sin embargo, la
naturaleza es algo más que un lugar -debería serlo- que podemos
visitar durante los fines de semana o durante las vacaciones. La
naturaleza es nuestro origen, el lugar donde se encuentran todas
nuestras necesidades de belleza, misterio y aventura. Brinda muchos
regalos. Cómo para desaprovecharlos, cómo para no estar dispuesto a
explorar su espléndida y generosa diversidad.
Estévez
escogió ese camino. Se dejó atrapar. Le hizo caso al artista alemán
nacido en Suiza, cuyo estilo varía entre el surrealismo, el
expresionismo y la abstracción, Paul Klee:
“El
color me ha capturado. A partir de hoy, el color y yo somos una misma
cosa”.
Da
igual la fecha en que ocurrió, puede que dos años, acaso más, pero
cuando hoy nos muestra los frutos de su producción solo está
desvelando que pinta sentimientos, desnudando su alma bohemia, hasta
hacerlos poesía naturalista.
Lo
suyo ha sido avanzar. Se acerca al medio, a las zonas aún vírgenes,
donde no tiene cobertura, al paisaje que parece repetido pero es
rotundamente distinto. Sentimientos predominantes en una misma
temática, boscosa, arborizada, sendereada, pura, rica, húmeda y
cálida a la vez, veredas, caminos, musgos, guijarros, rincones,
atrayente por donde quiera que se la mire. La fúlgida vegetación
exuberante.
Jaime
Estévez puso su imaginación a volar, desde que dirigió “Once
miradas” sobre el lienzo, agitó “Burbujas de sueños” y
reafirmando su compromiso con el arte, plasmado en tantos frescos y
en tantos murales, algunos de ellos en emplazamientos verdaderamente
insólitos, hizo que brillara la profundidad, imponente
característica de muchos de sus cuadros, aún con incrustaciones de
ramaje sobre el lienzo, con petróleo y aceite, todos los materiales,
serrín y tierras del lugar tratados adecuadamente, hasta curtirse
y terminar pareciendo una escultura. El verde se hizo bosque y los
pinceles y las espátulas del artista lo alargaron sin fin.
Porque
si se quiere interpretar la idea de la profundidad en la pintura, hay
que contemplar los cuadros de un Jaime Estévez pletórico en sus
acrílicos, dominador de la técnica mixta y capaz de dar a una misma
temática los más diversos enfoques.
Y
como si quisiera llevar la contraria al refranero, va colocando las
puertas al bosque como elementos de los sentimientos, tan bien
trazadas para exaltar la profundidad que dan forma a los mismos acaso
para que el espectador seleccione o vea, imagine lo que le interesa.
El autor plasma la realidad vivificante de los paisajes que siempre
gustaron y cuya luz exacta prepondera hasta la búsqueda de todos los
ángulos para su admiración.
Y
así van sucediéndose Garajonay, Anaga, Redondo, Los Tilos, La
Caldera... el universo soñado por Manrique -César hubiera cumplido
mañana cien años-, donde se hubiera sentido dichoso y desde el que
hubiera enarbolado todas las banderas de la defensa naturalista. En
él Jaime Estévez ha querido incluir dos testimonios de Cantabria,
el tope definitivo de aquel verde que le enamoró y que ha querido
perfeccionar no importa que dando saltos territoriales y descubriendo
todas las singularidades. El pintor surca el camino como un grito
sugerentemente desgarrador en defensa de la Naturaleza con mayúscula.
Le dio tiempo a hacer efectivo el pensamiento del polifacético
artista francés Henri Matisse:
“El color debe ser pensado, soñado, imaginado”.
Este
camino representa una etapa de la fecunda producción pictórica de
Estévez. Cuando abrazó el verde, abrió la opción de sincronizar
con su espíritu humano, con su personalidad, con el bucolismo al que
andaba apegado desde que su padre, Marcos, ejerciera una magisterio
que no conoció de cansancios ni de adversidades climáticas ni de
transportes escasos o limitados, como cuando acompañaba a los
bachilleres del Puerto, de Icod, del norte, que hacían el examen de
grado en aquel instituto capitalino.
En
sus entregas anteriores, en las miradas, en las burbujas, en los
murales, en su peregrinaje cultural e institucional y en esta
colección tan verdecida, se palpa la evolución de un artista al que
un color ha hecho percutir en su propio estado de ánimo.
Sabíamos
del verde botella, esmeralda, olivo, de Venus, diosa de la belleza,
azulado o amarillento, hasta de mil distintos tonos de los paisajes
de la criolla Catamarca y del valle añorado del refrán... pero
ahora habrá que hablar también de verde bosque, el camino escogido
por Estévez.
Cuando
el escritor, arquitecto y naturalista francés que desarrolló la
mayor parte de su obra en Argentina, Carlos Thays, escribió que “la
felicidad anida más en la nobleza de un bosque que en el lujo sin
verde”, pareciera que había visto estos cuadros de Jaime Estévez
y estaba pensando en él.
Pensó,
soñó, imaginó... Con nobleza, con sentimientos. Con originalidad.
Como los grandes artistas.
1 comentario:
Magnífica presentación que tuvimos el placer de oír.
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