martes, 23 de abril de 2019

AHORA, VERDE BOSQUE

Seguro que Jaime Estévez Santana está de acuerdo con esta afirmación de Enid Verity, esposa del arquitecto y cineasta inglés del mismo apellido, Terence, promotor del célebre festival de música y artes Henley, fallecido en Amman, Jordania:

“El color es misterioso, escapa a la definición; es una experiencia subjetiva; una sensación cerebral que depende de tres factores relacionados y esenciales: luz, un objeto y un observador”.

Cuando lo plasma, empieza a revelar el misterio, por lo menos lo acerca. Es la realización unipersonal. Las neuronas fluyen sin cesar como si hubieran descubierto lo que las ilumina: se han situado, han localizado la arboleda, la frondosidad, lo selvático, la laurisilva... Él es quien observa, el tercer factor que, envuelto en la infinita meticulosidad de la naturaleza, la observa a diestra y siniestra con un solo ánimo: tratar su esplendor.

La mayoría de nosotros habita en espacios urbanos, en ciudades ocupadas donde la madre natura es domesticada y suele quedar relegada a un sitio no tan importante en la vida cotidiana. Sin embargo, la naturaleza es algo más que un lugar -debería serlo- que podemos visitar durante los fines de semana o durante las vacaciones. La naturaleza es nuestro origen, el lugar donde se encuentran todas nuestras necesidades de belleza, misterio y aventura. Brinda muchos regalos. Cómo para desaprovecharlos, cómo para no estar dispuesto a explorar su espléndida y generosa diversidad.

Estévez escogió ese camino. Se dejó atrapar. Le hizo caso al artista alemán nacido en Suiza, cuyo estilo varía entre el surrealismo, el expresionismo y la abstracción, Paul Klee:

“El color me ha capturado. A partir de hoy, el color y yo somos una misma cosa”.

Da igual la fecha en que ocurrió, puede que dos años, acaso más, pero cuando hoy nos muestra los frutos de su producción solo está desvelando que pinta sentimientos, desnudando su alma bohemia, hasta hacerlos poesía naturalista.

Lo suyo ha sido avanzar. Se acerca al medio, a las zonas aún vírgenes, donde no tiene cobertura, al paisaje que parece repetido pero es rotundamente distinto. Sentimientos predominantes en una misma temática, boscosa, arborizada, sendereada, pura, rica, húmeda y cálida a la vez, veredas, caminos, musgos, guijarros, rincones, atrayente por donde quiera que se la mire. La fúlgida vegetación exuberante.

Jaime Estévez puso su imaginación a volar, desde que dirigió “Once miradas” sobre el lienzo, agitó “Burbujas de sueños” y reafirmando su compromiso con el arte, plasmado en tantos frescos y en tantos murales, algunos de ellos en emplazamientos verdaderamente insólitos, hizo que brillara la profundidad, imponente característica de muchos de sus cuadros, aún con incrustaciones de ramaje sobre el lienzo, con petróleo y aceite, todos los materiales, serrín y tierras del lugar tratados adecuadamente, hasta curtirse y terminar pareciendo una escultura. El verde se hizo bosque y los pinceles y las espátulas del artista lo alargaron sin fin.

Porque si se quiere interpretar la idea de la profundidad en la pintura, hay que contemplar los cuadros de un Jaime Estévez pletórico en sus acrílicos, dominador de la técnica mixta y capaz de dar a una misma temática los más diversos enfoques.

Y como si quisiera llevar la contraria al refranero, va colocando las puertas al bosque como elementos de los sentimientos, tan bien trazadas para exaltar la profundidad que dan forma a los mismos acaso para que el espectador seleccione o vea, imagine lo que le interesa. El autor plasma la realidad vivificante de los paisajes que siempre gustaron y cuya luz exacta prepondera hasta la búsqueda de todos los ángulos para su admiración.

Y así van sucediéndose Garajonay, Anaga, Redondo, Los Tilos, La Caldera... el universo soñado por Manrique -César hubiera cumplido mañana cien años-, donde se hubiera sentido dichoso y desde el que hubiera enarbolado todas las banderas de la defensa naturalista. En él Jaime Estévez ha querido incluir dos testimonios de Cantabria, el tope definitivo de aquel verde que le enamoró y que ha querido perfeccionar no importa que dando saltos territoriales y descubriendo todas las singularidades. El pintor surca el camino como un grito sugerentemente desgarrador en defensa de la Naturaleza con mayúscula. Le dio tiempo a hacer efectivo el pensamiento del polifacético artista francés Henri Matisse:

“El color debe ser pensado, soñado, imaginado”.

Este camino representa una etapa de la fecunda producción pictórica de Estévez. Cuando abrazó el verde, abrió la opción de sincronizar con su espíritu humano, con su personalidad, con el bucolismo al que andaba apegado desde que su padre, Marcos, ejerciera una magisterio que no conoció de cansancios ni de adversidades climáticas ni de transportes escasos o limitados, como cuando acompañaba a los bachilleres del Puerto, de Icod, del norte, que hacían el examen de grado en aquel instituto capitalino.

En sus entregas anteriores, en las miradas, en las burbujas, en los murales, en su peregrinaje cultural e institucional y en esta colección tan verdecida, se palpa la evolución de un artista al que un color ha hecho percutir en su propio estado de ánimo.
Sabíamos del verde botella, esmeralda, olivo, de Venus, diosa de la belleza, azulado o amarillento, hasta de mil distintos tonos de los paisajes de la criolla Catamarca y del valle añorado del refrán... pero ahora habrá que hablar también de verde bosque, el camino escogido por Estévez.

Cuando el escritor, arquitecto y naturalista francés que desarrolló la mayor parte de su obra en Argentina, Carlos Thays, escribió que “la felicidad anida más en la nobleza de un bosque que en el lujo sin verde”, pareciera que había visto estos cuadros de Jaime Estévez y estaba pensando en él.

Pensó, soñó, imaginó... Con nobleza, con sentimientos. Con originalidad. Como los grandes artistas.

1 comentario:

TF-TURÍSTICO E INNOVADOR dijo...

Magnífica presentación que tuvimos el placer de oír.