Las
ciudades y los municipios españoles se preparan para afrontar el
undécimo mandato de la democracia reconquistada en abril de 1979.
Las urnas orientarán el próximo domingo. Porque, como se sabe,
serán luego los grupos corporativos y los concejales quienes elijan
a los alcaldes. Algunos dispondrán de mayorías absolutas y,
sobresaltos aparte, podrán gobernar con cierta comodidad. Otros
tendrán que poner a funcionar y engrasar periódicamente la cultura
de pactos, muy necesaria en los tiempos que corren, cuando las
sociedades, a la hora de ser consultadas, emiten mensajes en el
sentido de que sus representantes dialoguen y se entiendan para
compartir y colegiar responsabilidades, para tomar determinaciones
sólidas y bien sustanciadas con tal de hacerlas viables y duraderas.
En
ese escenario, a todos los actores se les asigna un papel con un
mandamiento común: algo hay que ceder para gestionar los recursos e
intentar que los propósitos, pese a las dificultades o las
limitaciones, cristalicen. A las partes, a los pactistas, se les
exige también lealtad, base indispensable para los avances sociales
y la consecución de los logros. Esa cultura, en fin, solo irá
notándose a medida que haya pruebas tangibles de un funcionamiento
que anteponga los intereses generales a los partidistas y que
favorezca que la población se identifique con proyectos, acciones y
actuaciones hasta hacerlas suyas y palpar señales de progreso, antes
que palpar el estancamiento y acentuar la desafección hacia la
política, aumentando la incredulidad y la pérdida de los valores
que hayan podido aglutinar.
Y
es que el próximo ciclo político (2019-2023) entraña para los
futuros gobernantes locales el esencial cometido de afrontar el
mantenimiento de los servicios públicos. Superada, en su mayor
parte, la etapa de infraestructuras y equipamientos o de dotaciones
que completen la red de prestaciones cualifiquen las condiciones de
vida, se avecina otra en la que hay que practicar el concepto
sostenibilidad y en la que es fundamental tener capacidad y visión
para gestionar los recursos que la supuesta satisfacción de las
demandas colectivas (los intereses generales) ha ido generando. Por
lo tanto, gestión y mantenimiento, ejes primordiales antes que
nuevas y ambiciosas actuaciones cuya financiación, de por sí, ya es
un auténtico laberinto del que no resulta fácil salir.
El
filósofo y ensayista polaco-británico Zygmunt Bauman escribió hace
unos años que “las ciudades se han convertido en el vertedero de
problemas de origen mundial. Los problemas y sufrimientos de sus
habitantes tienen raíces planetarias y quienes les representan
sulenen enfrentarse a una empresa imposible: la de encontrar
soluciones locales a problemas que requieren soluciones globales”.
Los ayuntamientos, en efecto, como suele repetirse, son instituciones
de proximidad a la ciudadanía. Son el centro de poder político más
cercano y al que se acude para resolver un problema de seguridad, una
necesidad habitacional o garantizar un servicio básico de
supervivencia. En los ayuntamientos, por tanto, hay que confiar para
que la cohesión social no se convierta en un imposible, para que las
desigualdades no amplíen su fractura y para que la ciudadanía se
implique acreditando sensibilidad, fortaleciendo los sentimientos de
convivencia y promocionando los valores democráticos. Haciendo caso
a Bauman, las exigencias del cambio climático o los Objetivos de
Desarrollo Sostenible (ODS) difícilmente estarán al alcance si no
se fraguan y se practican medidas innovadoras y cauces contrastados
de participación social.
Solo
así será posible hablar de una ciudad socialmente avanzada, un
concepto o una aspiración de los ochenta que aún sigue latente.
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