Hay
que congratularse, naturalmente, de la Bandera Azul, concedida por la
Fundación Europea de Educación Ambiental, a Playa Jardín y San
Telmo, en el Puerto de la Cruz, dos espacios de baño y esparcimiento
con indudable encanto natural y que son frecuentados a lo largo de
todo el año por nativos y visitantes.
El
primero es una de las últimas creaciones de César Manrique. El
sueño de fusionar el mar con la vegetación frondosa, esa
combinación azul, negro y verde. El Cabildo Insular de Tenerife la
incluyó en la segunda edición del programa Tenerife
y el mar como
una actuación en la que se pretende la mejora de la accesibilidad al
recinto de playa. Ya calificamos en su momento (enero del presente
año) de buena noticia “para una población incrédula, indolente y
desmotivada”, como puede constatarse a lo largo de un mandato
municipal anodino en el que son escasas la realizaciones que
sobresalen.
Han
pasado los meses, por cierto, el verano ya está encima y nada ha
vuelto a saberse de la ejecución del proyecto, presupuestado en casi
quinientos sesenta y tres mil euros, englobando trabajos de
construcción y de inmuebles, obras de ingeniería civil, instalación
de tuberías, líneas de comunicación y de conducción eléctrica y
trabajos de explanación. Según el anuncio de licitación, publicado
entonces, el plazo de ejecución era de siete meses. Un primer
cálculo, si todo iba bien, era que hasta septiembre no estarían
terminadas las obras, dando por supuesto que había que trabajar en
verano. Todo da a entender -algo no ha ido bien- que la actuación
lleva un -adjetívese como quieran- retraso.
Y
en cuanto a San Telmo, el tantas veces recordado Boquete, el muellito
de la canción de los Encinoso, el escenario de hazañas juveniles y
de amores tempranos, la Bandera Azul no envuelve el abandono tan
grande que sufre. Hace unos meses, tan solo, instalaron allí una
furgoneta de comida rápida, como si alguien hubiera querido poner a
prueba la paciencia de los santelmeros. Después, subió el mar y
arrancó barandas y losetas, dejando huecos y desperfectos. Lo peor
es que aquella caseta, el chiringuito de la terraza, sigue allí, sin
que nadie le eche mano para reacondicionarla y sacarla a concurso
para su explotación, para solaz de los visitantes de ese espacio tan
coqueto del litoral portuense, tan coqueto, donde bañarse fue
siempre placentero.
El
verano se echó encima y sigue faltando, como en los anteriores, un
lugar donde compartir el desenfado de una comida o de una consumición
en bañador al borde mismo del mar. Debe ser que es muy costoso:
habilitarlo y tramitar administrativamente lo que proceda. O que se
prefiere la furgoneta. O que no haya nada, que prosiga la orfandad.
Qué
bien por la bandera, por la tarea de los socorristas, por la
generosidad de la naturaleza, por ese mantenimiento merecedor de
galardón. Pero qué mal por hechos como los que comentamos, en el
fondo gestión custionable.
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