El
fútbol español se está viendo sacudido, pese a las reservas y al
tratamiento de la prensa especializada, por la desarticulación de
una red en la que, presuntamente, operaban jugadores y dirigentes,
para amañar resultados de determinados encuentros y producir
ganancias en el ámbito de las apuestas. Hasta los países asiáticos
llegaban los efectos de esta perversa metodología. Se habla de
mafia, con toda propiedad. Cierto que no es la primera vez y que en
otras latitudes ya probaron de los nocivos efectos de estas prácticas
a las que se quiso poner fin con sanciones ejemplarizantes. Incluso
la Liga de Fútbol Profesional (LFP) española ha dispuesto algún
protocolo y medidas preventivas orientadas a evitar estas evidentes
irregularidades que, por cierto, terminan sabiéndose. Y cuando ello
ocurre, es consecuente el escándalo y que el asunto termine en los
tribunales ordinarios de justicia.
Hay
que ser conscientes del daño que se le causa al fútbol, al deporte.
Estos irresponsables e inescrupulosos se permiten manipular los
sentimientos más nobles de una competición, de unas aficiones, de
otros muchos deportistas. Una manipulación cuyo alcance aún no es
conocido del todo. Sinvergüenzas: se ponen de acuerdo para alterar
el desarrollo de un partido y generar unas ganancias adulteradas.
Lanzan un disparo a la línea de flotación de la credibilidad de
miles de personas, de seguidores, de jugadores y hasta de los
apostantes mismos. Cualquier confrontación futbolística, por muy
clara que parezca a la hora de pronosticar, parece amenazada.
En
el deporte, el fraude debe estar en cualquier parte, en cualquier
categoría, seriamente penalizado. Quienes con estos comportamientos,
corruptores y corruptos, van contra la limpieza, contra la resolución
natural en las canchas, solo merecen desprecio, además de las penas
que correspondan. Es una práctica inasumible. Se ve que hay un
negocio sustancioso y unos cuantos se están beneficiando de manera
ilegal. Las apuestas siempre levantaron suspicacias y en algunos
momentos históricos, en otros países, hicieron tambalear sólidas
organizaciones y rendimientos económicos. En la literatura y en el
cine hay pruebas de ello. Que la policía prosiga su trabajo de
investigación y búsqueda, en tanto fiscales y jueces se van
preparando para que caiga todo el peso de la ley sobre los
desalmados. Y las autoridades deportivas, tan directas o exigentes en
casos de dopaje, deben revisar también sus propios códigos con tal
de impedir comportamientos reprobables que ensucian los valores
deportivos.
Porque
queda mancha, claro. Aún se recuerda en cierta localidad norteña
de Tenerife el amargo trance de un resultado amañado en un encuentro
de categoría regional. No han podido limpiarla. El fútbol cayó
allí de tal manera que, pese a los vaivenes competicionales, nada
volvió a ser igual.
Ahora
parece probada la existencia de una organización en la que -es lo
peor- figuraban profesionales que se prestaron a las irregularidades.
Desde el punto de vista ético, una indecencia. Difícilmente
reparable. El deporte, precisamente, necesita siempre de conductas
que lo enaltezcan, no de prácticas y vicios que lo echen a perder.
Por eso hay que ser contundentes y condenar sin reservas unos hechos
que, debidamente probados, significan un fraude, un engaño
ilimitado. Pobres aficionados de los equipos envueltos en esta trama.
Quién o quienes le devolverán la ilusión, sobre todo si las
sanciones deportivas comportan pérdidas de categoría o similares.
A la espera de que caigan, que tomen nota quienes pudieran sentirse
tentados por unas ganancias fáciles cuyas causas apenas se noten. El
paso del tiempo es implacable y más tarde o más temprano, si se
desvían de los cauces naturales, se terminan sabiendo.
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