Son
una mezcla tragicómica las imágenes de Diego Armando Maradona
durante su presentación como entrenador de Gimnasia y Esgrima, club
de la primera división argentina.
El
mito pervive, por eso está lleno el campo. La pasión se desata, por
eso los testimonios de los aficionados hablan de “dios” y los
testimonios encienden una mecha/rosario de expresiones inauditas. Los
graderíos están abarrotados y entonan al unísono un cántico que
parece de trasnochada rebeldía: “Inglés el que no bote”. Y es
ahí donde la realidad puede más: Maradona, o lo que queda de él,
no puede botar. El sobrepeso lo impide: agarra una pelota para
intentar jugar, hacer algunos malabares; pero no puede. Quiere
hablar, sumarse al coro, pero no puede o no le sale la voz. Da igual:
los fanáticos apuran su fe ciega: Diego está ahí. Está con
nosotros.
Diego
Armando Maradona, o lo que queda de él, es una suerte de guiñapo,
una caricatura de sí mismo. Pero aún inspira fe y entusiasmo. Había
setecientos periodistas acreditados para cubrir la rueda de prensa de
la presentación. En la distancia no sabemos si le han contratado
para la enésima oportunidad o algunos quieren hacer una obra de
caridad. El caso es que le han fichado para que el equipo intente
salvar la categoría, que para eso, ahora mismo, es el colista. Se
encomiendan a Maradona, al que se ve llorar tras bajar de un carrito
de golf en el que hizo su aparición. Puede que los niños pregunten
por qué está así y los jóvenes que le vieron jugar en televisión
y hacer aquel gol a los ingleses en un Mundial -no el de la mano de
Dios sino el de regates en sesenta metros a cuantos salían a su paso-
no se expliquen nada, absolutamente nada.
Cuando
se ha sabido que entre las condiciones de su contrato figura que no
tiene obligación de entrenar a diario, más que desazón, se siente
lo imposible.
Pero
en el país de la mitomanía, “dios” lo puede todo. Aunque no sea
ejemplo de nada.
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