Se
fue despacio, como llegó... Leyó con aplomo, fiel a su estilo. Lo
hizo sintiendo cada una de las cosas que decía. Era su despedida.
Estaba allí para el relevo, para introducir la sesión constitutiva
del Parlamento que presidió durante cuatro años, la IX Legislatura.
Y para dar paso a la mesa de edad que habría de dirigir tal sesión.
Era
inevitable emocionarse, aunque ya hubiera atravesado trances
similares. La política curte pero no anula sentimientos, que afloran
en determinados momentos.
Entonces,
cuando decía adiós y alguna lágrima tercera acompañaba a la que
ella a duras penas contenía, empezó a escuchar la ovación, la
expresión del reconocimiento a un desempeño en el que no solo
brilló la destreza en la dirección de los debates (el buen oficio
parlamentario) sino la iniciativa para gestionar actividades que
trascendieron, incluso en el plano internacional, y dieron a la
Cámara un lustre inusitado.
Escuchó
la ovación de sus señorías y del público asistente. Una ovación
prolongada. Pero más que eso, la que había brotado desde las
entrañas que quieren reconocer un trabajo, una dedicación, la
seriedad, la perseverancia...
Allí
entendió lo que interpretaba la casa de la ciudadanía y lo que eran
manifestaciones a pie de calle para disponer un horizonte compartido,
expresiones o definiciones habituales en su discurso parlamentario.
Allí
se quedaba la clara, la entrañable transparencia (con permiso de
Carlos Puebla) de la mujer que se ganó por derecho propio el respeto
y el afecto de todos. La primera que presidió la institución. Hasta
eso: tiene su lugar en la historia.
La
ovación, señora ovación, se apagaba lentamente cuando optó por
salir por una puerta lateral y dirigirse al palco, abrumada, donde
seguiría la sesión, ya como espectadora. Despacio, como llegó.
Gracias,
Carolina Darias San Sebastián. Hasta siempre.
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