A
alguien se le ocurrió colar la palabra apoteosis y desde hace unos
años aparece en el programa oficial del Carnaval portuense la
expresión Coso Apoteosis para anunciar el que debe ser uno de los
números más potentes o llamativos. También, en alguna edición,
hemos leído Coso apoteósico, este término como una adjetivación
que fortalece el concepto. Se llamaba apoteosis a una ceremonia que
hacían los antiguos para colocar en el pedestal de los dioses o
héroes a los emperadores, emperatrices u otros mortales. Por
extensión, también recibía ese nombre cuando se ensalzaba
exageradamente a alguien con alabanzas y honores. La
definición se resume en el momento culminante y triunfal de una
cosa; en especial, parte final, brillante y muy impresionante, de un
acto público o de un espectáculo.
De
modo que el Carnaval del Puerto de la Cruz llega hoy al que
teóricamente debería ser su acto culminante. Se escribe
teóricamente porque en la práctica igual deja que desear. En las
últimas ediciones, en efecto, ha perdido muchos enteros. El año
pasado, sin ir más lejos, salió ya de noche y apenas lucía.
Aquellas fotos e imágenes de antaño, diáfanas, radiantes, tan
polícromas, ya son historia y quienes conserven archivos poseen
documentos muy valiosos si el rumbo sigue siendo el mismo.
Hasta
donde la memoria alcanza, empezó a hablarse de coso en la primera
mitad de la década de los sesenta del pasado siglo, cuando el
eufemismo de las Fiestas de Invierno salvaba absurdas censuras y el
jolgorio carnavalero, tan espontáneo y creativo a la vez, iba
paulatinamente adquiriendo la dimensión de espectáculo. En aquellos
años se celebraba los lunes por la tarde, en las avenidas de
Martiánez, con turistas en terrazas y balcones, con espectadores en
los muros y sillas junto al encintado de la avenida de Colón.
Circulaban espléndidas carrozas, patrocinadas por hoteles y empresas
locales, algunas de las cuales recibían sus premios cuyos rótulos
lucían en sus portadas o delanteras. Venía gente de todas partes de
la isla. Y desfilaban agrupaciones de Santa Cruz de Tenerife. Cuenta
la leyenda que eso no gustaba mucho a las autoridades capitalinas que
se quejaban de la exhibición que hacían primero o antes del coso
capitalino que se celebraba en la tarde del martes, sobre todo si el
evento era televisado, como ocurrió en alguna ocasión. Dicen más:
que esa fue una de las razones por las que fue menguando la
aportación del Carnaval santacrucero al portuense, hasta quedar
prácticamente suprimida con el paso de los años. De aquellas
concentraciones, siempre queda el recuerdo de la apertura del
desfile: una y a veces hasta dos agrupaciones de majorettes en las
que intercalaban las bandas de tambores y cornetas. Solían dejar
para el final -hasta que descubrieron que si no había luz diurna
quedaba muy deslucida- la carroza de la reina de la fiesta y sus
damas de honor a la que antecedió, cuando se materializó el
intercambio con Düsseldorf y otras ciudades alemanas, la de los
príncipes de la localidad de Renana-Westfalia, en ocasiones con una
impresionante banda musical de fanfarria.
Después,
ya en tiempos democráticos y para salvar aquel inconveniente, el
coso portuense pasó al sábado pues en Santa Cruz solo quedaba la
Piñata y ésta era más reducida. Es más, los grupos, los
participantes (incluso los de coches engalanados), preferían rematar
el bullicio carnavalero en Colón y adyacentes. La construcción del
túnel de la ladera de Martiánez propició hasta un espacio más
apropiado para la organización y la salida, siempre laboriosa por el
afán de los grupos de meterse cuanto antes. Ya en los ochenta, la
apoteosis del Carnaval portuense arrancaba desde la Punta de la
Carretera y recorría Valois en sentido inverso al de la circulación.
El alquiler de sillas, que se hacía desde tempranas horas, le
suponía al Ayuntamiento un ingreso con el que afrontar la
financiación de las fiestas. En aquellas tumultuosas salidas siempre
estaba Pepín Castilla, dando gritos y empujones si era preciso para
poner orden e incluso corregir a los concejales que “osaban”
echar una mano para colaborar en aquella ardua tarea. Cuando todo
estaba más o menos a punto, Castilla hacía un recorrido en moto de
visualización. En cierta ocasión, pronunció una frase memorable
que servía para que las emisoras de radio y televisión iniciasen
sus transmisiones:
-¡Se
cierra el circuito!
Y
a partir de ahí discurría un desfile heterogéneo, variopinto,
bullanguero... Comparsas, grupos coreográficos, murgas, bandas
musicales, espontáneos y espontáneas, a veces caballos, colectivos
disfrazados con el mismo motivo y personas con disfraces de lo más
llamativo. Mediados los años ochenta se concedió importancia a la
musicalización, a efectos de animar y armonizar adecuadamente el
ambiente, por lo que hubo intentos de distribuir e intercalar las
peñas y conglomerados instrumentales. En Colón, antes de llegar a
la plaza de los Reyes Católicos, instalaban unos graderíos y unas
tribunas domésticas desde donde las autoridades, invitados de
Alemania y otras representaciones seguían la cabalgata. Las carrozas
fueron disminuyendo con el paso de los años. Los hoteles ya querían
ahorrar gastos. En los balcones podía verse a turistas semidesnudos
disfrutando de aquel incesante bullicio. Y en las cafeterías más
próximas a las avenidas, se afanaban los clientes en buscar un hueco
desde el que contemplar el cortejo, la gran parada carnavalera. Los
bailes, en los hoteles o en las calles, prolongaban el singular sabor
de aquel Carnaval portuense que fue capaz de configurar su propia
personalidad, sus rasgos diferenciados.
A
lo largo de las últimas ediciones, sentimos decirlo, han palidecido
esos rasgos. Acaso la mejor prueba sea precisamente este número
reservado para el sábado y que debía ser el culmen, el máximo
grado de la evolución de una fiesta. Le siguen llamando apoteosis.
Bueno. Pero hagan algo para revitalizarlo y hacer honor a ese
concepto.
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