Será
que es tan fácil mentir. E igualmente, engañar. Y será que los
mecanismos para detectar los dolos y las falsedades no funcionan a
plenitud. Resulta muy interesante contrastar el impacto y las
consecuencias del escándalo periodístico que ha significado la
publicación en el prestigioso semanario alemán Der
Spiegel de
una serie de reportajes, firmados por uno de sus más conocidos
periodistas, Claas Relotius, cuyos contenidos estaban plagados de
falacias e invenciones, no solo de hechos y testimonios, sino de
hasta fuentes y paisajes. El escándalo está servido.
Es
la era de los bulos y las paparruchas, no hay duda. Y nadie es capaz
de asegurar que tenga un punto final. O lo que es igual, hasta cuándo
se va a prolongar. Son constantes las apelaciones, venidas de
organizaciones y hasta de los propios gigantes de la comunicación en
la red, a la profesionalidad, al rigor y a la veracidad pero parece
que es difícil librarse de las tentaciones y de los riesgos. ¿Quién
tira la siguiente piedra cuando The
New York Times, con
el caso Jayson Blair, publicó durante diez años reportajes
inventados, o cuando ahora Relotius pone en jaque a una cabecera de
tanto prestigio como Der
Spiegel?
Todos tenemos que
aprender. El daño que se causa a una publicación y al periodismo en
general es de tal magnitud, cuando se descubren estos trabajos
fraudulentos, que se hace indispensable extremar todas las medidas de
precaución. Los informadores, los periodistas saben que trabajan con
un instrumento esencial como es la verdad a la hora de transmitir o
publicar información. La realidad no está para estropear sino para
fortalecer la credibilidad. Si la imaginación vuela más alto o es
incontenible, se puede incursionar en la literatura, se puede ensayar
en otros campos pero el periodismo y la información deben quedar al
margen.
Aplíquese también
para quienes deforman y retuercen el género de opinión,
expresándose alegre y negligentemente, adjetivando sin ton ni son, o
construyendo universos paralelos como le gustaría que fuese la
realidad, su realidad.
Cierto
que Der
Spiegel, una
de las referencias cualitativas del periodismo europeo, ha
reaccionado y ha entonado el mea culpa, una vez que sus responsables
comprobaron que el redactor había sorteado los controles de la
verificación o comprobación de datos. Eso honra a la publicación,
de gran prestigio, como se sabe. Abrió una investigación, publicó
un número especial para dar explicaciones y señaló el posible
contenido fraudulento de los trabajos de Relotius.
Pero el daño ya
está hecho, se dirá, Precisamente por eso, para que no se repitan
situaciones como esa, hay que extremar las exigencias. Para frenar a
tiempo la pérdida de credibilidad que genera una publicación de
este tipo, para cumplir a rajatabla con los principios elementales de
la ética periodística y de cualquier código deontológico. Es la
reputación de un medio la que se ve dañada pero, por extensión,
toda la prensa, todo el ámbito mediático. Luego hay que esmerarse
para que las exigencias de los consumidores de la información se
vean justamente correspondidas y para que quienes critican a la
profesión y sus productos, desde políticos de cualquier condición
a los propios comunicadores, no dispongan para hacerlo de soportes
pintiparados.
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