martes, 11 de julio de 2017

EL VALOR DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

El filósofo español Emilio Lledó, próximo a los noventa años, premios Nacional de las Letras y Princesa de Asturias de Humanidades, ha soltado otra de esas manifestaciones que ponen de relieve cómo con algunas ideas básicas hay que estar siempre atentos: la libertad de expresión, por ejemplo.
En una época en la que todo vale, en la que se imponen la difamación, las falacias y el estilo procaz y tabernario, en medios de comunicación y en redes de ciudadanía, invocando un derecho fundamental ya consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en las constituciones de muchos países democráticos, entre ellas la española, Lledó ha venido a decir que la libertad de expresión “no vale para nada si solo sirve para decir imbecilidades”. Y miren que se dicen unas cuantas, diariamente. Y si solo fueran imbecilidades...
No es que el filósofo, nos parece, quiera anticipar alguna suerte de límite sino advertir de la inutilidad del principio y hasta de su degeneración a medida que se avance en la manifestación de los pensamientos sin orden ni concierto, sin unos mínimos reparos y lo que es peor, sin temor al ridículo y a la incursión en ámbitos presumiblemente delictivos. Hay tanta permisividad, tanta procacidad, tanta indulgencia y tanta impunidad mediática que este concepto básico de nuestra convivencia va desvirtuándose sin que los aprovechados de turno reparen en lo que costó conseguirlo y consagrarlo mientras lo exprimen sin pudor, hasta el punto de recurrir al victimismo cuando alguien intenta -incluso en legítima defensa propia- frenar los excesos.
Lledó, que no es de los pesimistas precisamente, duda entonces del valor -o de los valores- de la libertad de expresión, cuando la retahíla de imbecilidades se desgrana cotidianamente sin que se advierta propósito de la enmienda. Buenos tiempos para los insultos, las descalificaciones, los absurdos y los despropósitos...; malos para el rigor, mejor dicho, para la sensatez. Simplemente para eso, para la cordura.
Lo advierte, como una enseñanza más, el propio filósofo: “La verdadera libertad de expresión -dice- es la que procede de la libertad de pensamiento. Lo que hay que hacer es mentes libres”. Y eso es lo que habría que tener en cuenta para madurar en democracia y en convivencia social. De ahí que haya que poner mucha atención y toda la mejor voluntad posible, con un acusado sentido pragmático, en ese intento promovido por la profesión periodística de incluir el estudio de la función de los medios de comunicación en el futuro Pacto por la Educación y, por tanto, en planes educativos. Ya lo hemos explicado en otra ocasión: se trata de formar a los escolares -a partir de la etapa de Enseñanza Secundaria- de modo que éstos enriquezcan sus conocimientos y se conviertan en ciudadanos más críticos, con los mismos medios y con la realidad en la que se han de desenvolver.
Quizás así nos acerquemos a las mentes libres, fruto de las cuales -un vaticinio- habrá otra claridad, otro comportamiento, otras pautas de conducta. Mentes libres para decir menos imbecilidades y hablar con propiedad, para hacer de la libertad de expresión un principio apreciado y cultivable y no convertirlo en un refugio recurrente, marrullerro y atrabiliario.

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