Anda
una parte de la ciudadanía portuense bastante desconcertada por mor
de una polémica centrada en diferencias entre cofradías religiosas
a cuenta de las actividades de las Fiestas de Julio. Las diferencias,
con los debidos respetos, parecen obedecer a nimiedades trufadas de
empeños y orgullos, a celos o intolerancias, no a cuestiones de
fondo poderosas y trascendentales, capaces de alterar una estructura
o una determinación tradicional; por tanto, nada que no parezca
susceptible de arreglo a poco que haya voluntad y diálogo. Por
consiguiente, ni merece entrar en esas discrepancias, dignas, desde
luego, de mejor empeño. Que se entiendan las partes, de verdad, pues
en esta vida terrenal todo tiene solución. Y que no hagan de la
controversia un espectáculo deprimente de campanario y derivados.
Porque
lo peor, desde luego, es la instrumentalización del hecho religioso.
Eso sí que es grave. Y llevamos un tiempo preocupante en el que no
solo quiere tener razón quien más difame, ofenda e insulte sino que
invocar divinidades o santidades con tanta alegría y con tanta
superficialidad resulta tan simple y sin costes añadidos, que ello se inscribe en el marco de un comportamiento más propio del
surrealismo y del esperpento.
Las
creencias religiosas son tan íntimas, tan personales, tan propias
que merecen, por sí solas, un respeto. Pero no: hay que alardear,
poco menos que presumir, para dar lugar a postureos y expresiones
inconvenientes, por muy de buena fe con que se quiera defender
algunas posiciones. A ver quién descalifica más, a medir el grosor
de los infundios y de la tendenciosidad. Ese es el daño que se
causa, el que lastima conciencias y el que merma el fervor, nos
parece.
La
cristiandad es otra cosa, se cultiva de otra manera. Más tolerancia
y respeto, menos egoísmo e insolidaridad. Soluciones de consuno
donde hay contraposiciones que las partes hacen insalvables. No se
debe -entendemos- hablar ni obrar en nombre de quienes predicaron o
enseñaron justamente lo contrario. Esa es la instrumentalización,
el desvirtuamiento de significados o simbolismos por una foto, por un
logro efímero, por una imposición o por un capricho. Eso viene
ocurriendo con fines espurios, en medio de celebraciones, oficios y
procesiones, incluso las de intramuros. Malos los afanes de
acaparamiento, el principio de sostenella y no enmendalla, el
radicalismo, el fanatismo, la incomprensión...
La
cúpula eclesiástica no debe ser insensible a estos fenómenos, que
pueden ir a más, hasta hacerse incontrolables. Es lo peligroso. Está
bien la permisividad pero no captar fieles por la vía facilona y
anárquica, pan para hoy y hambre para mañana, nunca mejor empleado.
Por eso, sería positivo enseñar al que no sabe, si nos permiten la
expresión, esto es, hacer pedagogía, formar, prevenir, distinguir,
recomendar y fijar las reglas, hasta dónde se puede llegar para
luego hacer valer la auctoritas, que,
en estos caso, solo unos pocos cuestionan.
Nadie
está pidiendo que cargos públicos renuncien a credos ni a opciones
de participación en sus derivados. Lo que se discute es el
aprovechamiento, la manipulación, el exhibicionismo, el apego y la
invocación para desnaturalizar factores. A estas alturas del Estado
aconfesional, esas cosas deberían estar claras pero parece que el
panorama es cada vez más complicado.
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