Se
siguen yendo los buenos.
Hasta
parecen escoger el día adecuado para que les despidamos.
En
efecto, en una mañana fría y lluviosa, en ese inconfundible medio
ambiente lagunero, incluso en julio, dijimos adiós a Carlos González
Segura. Atestada la iglesia de la Concepción, con personas que
buscaron el cobijo del templo ante las inclemencias, con el obispo
Álvarez oficiando, Carlos recibió la penúltima prueba de afecto de
quienes sabían de su bonhomía, de quienes correspondieron a su
amabilidad, de quienes sabían de su predisposición a buscar
soluciones sensatas y dialogadas.
Un
funcionario ejemplar, a quien conocimos a bordo de un avión de
Binter, hace años, cuando nos disponíamos a asistir a la toma de
posesión de José Segura como delegado del Gobierno. Carlos sería
designado, horas después, subdelegado del Gobierno en la provincia.
Desde entonces, una relación cordial, fluida y respetuosa,
circunstancias que no quebraron ni siquiera cuandio cesó en aquel
cometido institucional.
Un
socialista cabal, discreto, comprometido con quienes de verdad lo
necesitaban, que no gustaba de zancadillas ni de componendas y a
quien dolían los comportamientos personalistas o de clanes internos
que causaban heridas en la organización, sobre todo cuando
trascendían en los medios de comunicación.
Gran
amigo de Pedro Zerolo, le acompañó en Madrid durante sus últimas
horas. Después de su paso por la subdelegación, acreditó su valía
de gestor en el Consorcio Insular de Bomberos, desde donde daría el
salto a la Dirección General de Recursos Humanos de la consejería
de Sanidad del Gobierno de Canarias. Su alto sentido de la
responsabilidad le hizo en todo momento cumplir con los cometidos que
le fueron asignados.
Sobrellevó
su enfermedad sin victimismos, la prueba de su discreción y de su
entereza.
No
hicieron falta alardes en su despedida. Mejor dicho: en medio de
aquella mañana desapacible, recibió el último adiós, bañado en
silencio y lágrimas, el testimonio de afecto de quien supo ganarlo
con su talante y con su trayectoria pública. Los alardes fueron el
aire gélido y la fina lluvia que le acompañaron tantas veces, en su
juventud, en su ruta hacia la universidad y hacia sus centros de
trabajo, en las calles laguneras, con abrigo o con paraguas.
Recordando poemas de Machado o de Pedro García Cabrera o de Carlos
Pinto Grote. Siendo uno más entre los miles de vecinos que han
configurado la singular personalidad de una ciudad que ayer se vestía
para hacer honor a un hombre bueno, a un servidor público que fue
ejemplo de honestidad y entrega con los suyos y consigo mismo, con
las instituciones y las personas a las que se debía.
Se
siguen yendo los buenos.
Hasta
siempre, Carlos, el buen Carlos González Segura.
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