Hablaron
primero todas las encuestas, coincidieron muchos portavoces, lo dijo
luego el Rey Felipe tras un posado veraniego y los presidentes
autonómicos ya emiten mensajes de alarma: sería deseable evitar la
repetición de elecciones y tratar de contar con nuevos presupuestos,
so pena de complicaciones económico-financieras -y también
políticas- de todo tipo. Pero para todo eso hay que empezar por el
principio: el candidato Pedro Sánchez debe superar la investidura,
hecho que hay que diferenciar de la formación de Gobierno, en todo
caso a posteriori.
A
ver si somos capaces de vertebrar -sin pretensiones de fijar posición
técnico-jurídica- unas ideas en torno a lo ocurrido en legislaturas
anteriores para sopesar las dificultades de sustentar la
gobernabilidad en nuestro país donde si siempre -excepto en los
casos de mayoría absoluta- existieron dificultades, ahora se han
elevado en grado sumo. Entre negociaciones estériles, recelos e
inmovilismos premeditados propensos al bloqueo -¿a quién de verdad
le interesa?- es natural el hartazgo y que se haya acentuado la
desafección hacia la política.
La
premisa inicial es que los ciudadanos votan, cuando son llamados a
las urnas, para que se forme gobierno. Hay un procedimiento
establecido, que se tiene que desarrollar y debe ser respetado. Si
los ciudadanos son consultados, luego deben hablar quienes han sido
elegidos para concertar fórmulas de gobernabilidad, con la
aritmética electoral en la mano y con las dotes negociadoras sobre
la mesa. El caso es que, por mucho desacuerdo que brote, lo deseable
es no volver a nuevas elecciones.
Para
distinguir entre investidura y gobierno, repasemos antecedentes. En
la undécima Legislatura, el candidato del partido más votado (PP),
Mariano Rajoy, no aceptó y no se sometió a investidura. Sí lo hizo
Pedro Sánchez pero no la logró. En la duodécima, con el Gobierno
en funciones, Sánchez era secretario general del PSOE y diputado.
Surge un conflicto interno en la formación socialista. El Comité
Federal, máximo órgano que no controlaba, se mostraba partidario de
la abstención. Había una posibilidad clara de conformar un Gobierno
alternativo, los números daban. Pero dimite Sánchez: para no votar
o abstenerse, es decir, se le negó al propio Sánchez la posibilidad
de optar a la investidura. Rajoy fue investido gracias a las
abstenciones del PSOE, una posición de responsabilidad política
insuficientemente ponderada. Y llegó la censura que gana Pedro
Sánchez. Pero su quehacer ejecutivo posterior se estrella al no ver
aprobados los Presupuestos Generales del Estado (PGE), por lo que se
ve obligado a convocar nuevos comicios.
Hasta
que afrontamos la XIII Legislatura, la actual. Los socialistas ganan
con ciento veintitrés diputados. Pablo Casado y Albert Rivera se
mantienen en que no, mientras diputados del PSOE les piden una
abstención que se corresponda con aquel ejercicio de
responsabilidad. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tensan la cuerda y
no alcanzan la entente. Dos votaciones, un intento fracasado. El
problema es que ahora, con respeto escrupuloso al procedimiento, no
se puede formar un Gobierno alternativo distinto al del candidato más
votado. Por eso, como si al bloqueo hubiera que darle una vuelta de
tuerca más, desde la oposición se descuelgan con la sugerencia de
otro aspirante a la presidencia, un planteamiento inconsecuente.
Vivir
para ver. Y para que los ciudadanos sufran. En conclusión: si el
procedimiento no permite la investidura, hay que facilitar que
gobierne la candidatura más votada. Investir para desbloquear. Y
si eso se acepta como práctica parlamentaria, no hacen falta
reformas.
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