El mayor incendio forestal de los últimos
años en suelo español ha servido para poner a prueba la solidaridad de la que
hacen gala los canarios cuando de situaciones adversas se trata. Como si de un
único territorio se tratase, el dolor, los sentimientos, la emotividad y las
reacciones han sido las mismas. Todos sentimos las brasas y el peculiar sonido
ardiente de pinares y árboles, plantas, vegetación y animales de las cumbres de
Gran Canaria como si fueran propias. Desde aquel fatídico sábado, después de
haber superado lo que parecieron preliminares o ensayos, cuando se sucedían los
datos de superficies quemadas, de medios y recursos para contener los avances,
de personas evacuadas, de municipios afectados, de vías cortadas, de
certidumbres meteorológicas desfavorables, de informativos audiovisuales como
noticia de apertura, de impotencia en la lucha, los canarios hicimos nuestro
aquel fuego y su poder devastador, nos invadió el pesimismo, estábamos presos
de la fatalidad. La pregunta era la misma en Alajeró que en Betancuria, en El
Pinar que Arrecife: ¿cómo va el incendio?
Un
mismo desgarro, una misma duda, un mismo afán... Por encima de las rivalidades
obtusas deportivas, carnavaleras y de otro tipo. Somos ocho sobre el mismo
fuego, si se nos permite la licencia, el latido de un solo pulso. Una parte de
Gran Canaria ardía, todas las islas ardían. Lo que las llamas destruían, unía a
los canarios, acogotados y apesadumbrados, pendientes como nunca de que los
alisios hicieran su trabajo y se suavizaran las temperaturas.
Allá
arriba se libró una lucha de héroes y titanes. Se requería arrojo y destreza:
no hubo regates; al revés, la máxima entrega caracterizó aquel combate en el
escenario cuya tonalidad gris oscuro y negroide era cada vez más evidente. Esa
es la del infierno cuando las llamas dejan de quemar. La evacuación hacia la
retaguardia contribuyó a fortalecer los sentimientos, pese a las incomodidades
y los trastornos. Pero esa logística
elemental termina agradeciéndose. Todas las edades de cualquier condición
social se congregaban de manera forzosa para vivir la experiencia, aquellas
largas horas muertas sin información de lo que puede haber pasado allá arriba,
la casa, el cuarto de aperos, la granja, los perros, los animales...
Es
verdad: cuando un monte se quema, algo de todos se quema. Por eso, duele tanto,
sobre todo porque los riesgos, mientras prevalecieran las circunstancias
meteorológicas, se multiplicaban hasta convertirse en psicopsis. Las radios y
las redes anticipaban noticias de conatos. Aquí, en Lanzarote, en Tenerife, en
La Gomera, está pasando algo, esto no es normal. Pero la movilización y los
sustos no hay quien los quite. Después, la misma prudencia, la misma letanía,
dicha con la ternura típica:
-Ay,
mi niño, Dios quiera que lo apaguen pronto, Y que no pase nada más. Ni aquí ni
en ningún lado.
Y
luego, las eficaces respuestas de los servicios públicos, fraguadas desde la
direccion y ejecución profesional. Y las gratitudes. Porque somos un pueblo
agradecido cuando alguien acude en socorro y cuando las tribulaciones
predominan. En pancartas, o con aplausos, en balcones, en azoteas, al paso por
vías y pueblos, al desembarco de unidades, las sencillas expresiones de
gratitud, el mejor reconocimiento a un cometido profesional que no conoce de
descansos mientras latan las amenazas. Alguno se extrañó y dijo no haber vivido
nunca un afecto similar y una correspondencia tan cálida, espontánea y
plausible.
Ahora,
cuando todo termine, con más sosiego y sabiendo que la chispa puede volver a
saltar en cualquier sitio, llegan los análisis, las evaluaciones y las medidas.
No se olviden de incluir enseñanzas regladas y obligatorias sobre el cuidado y
adecuado uso de los recursos naturales, de ese territorio que, o lo protegemos
entre todos, o nos quedamos sin él.
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