viernes, 23 de agosto de 2019

SECUELAS


El mayor incendio forestal de los últimos años en suelo español ha servido para poner a prueba la solidaridad de la que hacen gala los canarios cuando de situaciones adversas se trata. Como si de un único territorio se tratase, el dolor, los sentimientos, la emotividad y las reacciones han sido las mismas. Todos sentimos las brasas y el peculiar sonido ardiente de pinares y árboles, plantas, vegetación y animales de las cumbres de Gran Canaria como si fueran propias. Desde aquel fatídico sábado, después de haber superado lo que parecieron preliminares o ensayos, cuando se sucedían los datos de superficies quemadas, de medios y recursos para contener los avances, de personas evacuadas, de municipios afectados, de vías cortadas, de certidumbres meteorológicas desfavorables, de informativos audiovisuales como noticia de apertura, de impotencia en la lucha, los canarios hicimos nuestro aquel fuego y su poder devastador, nos invadió el pesimismo, estábamos presos de la fatalidad. La pregunta era la misma en Alajeró que en Betancuria, en El Pinar que Arrecife: ¿cómo va el incendio?

            Un mismo desgarro, una misma duda, un mismo afán... Por encima de las rivalidades obtusas deportivas, carnavaleras y de otro tipo. Somos ocho sobre el mismo fuego, si se nos permite la licencia, el latido de un solo pulso. Una parte de Gran Canaria ardía, todas las islas ardían. Lo que las llamas destruían, unía a los canarios, acogotados y apesadumbrados, pendientes como nunca de que los alisios hicieran su trabajo y se suavizaran las temperaturas.

            Allá arriba se libró una lucha de héroes y titanes. Se requería arrojo y destreza: no hubo regates; al revés, la máxima entrega caracterizó aquel combate en el escenario cuya tonalidad gris oscuro y negroide era cada vez más evidente. Esa es la del infierno cuando las llamas dejan de quemar. La evacuación hacia la retaguardia contribuyó a fortalecer los sentimientos, pese a las incomodidades y los trastornos.  Pero esa logística elemental termina agradeciéndose. Todas las edades de cualquier condición social se congregaban de manera forzosa para vivir la experiencia, aquellas largas horas muertas sin información de lo que puede haber pasado allá arriba, la casa, el cuarto de aperos, la granja, los perros, los animales...

            Es verdad: cuando un monte se quema, algo de todos se quema. Por eso, duele tanto, sobre todo porque los riesgos, mientras prevalecieran las circunstancias meteorológicas, se multiplicaban hasta convertirse en psicopsis. Las radios y las redes anticipaban noticias de conatos. Aquí, en Lanzarote, en Tenerife, en La Gomera, está pasando algo, esto no es normal. Pero la movilización y los sustos no hay quien los quite. Después, la misma prudencia, la misma letanía, dicha con la ternura típica:
            -Ay, mi niño, Dios quiera que lo apaguen pronto, Y que no pase nada más. Ni aquí ni en ningún lado.

            Y luego, las eficaces respuestas de los servicios públicos, fraguadas desde la direccion y ejecución profesional. Y las gratitudes. Porque somos un pueblo agradecido cuando alguien acude en socorro y cuando las tribulaciones predominan. En pancartas, o con aplausos, en balcones, en azoteas, al paso por vías y pueblos, al desembarco de unidades, las sencillas expresiones de gratitud, el mejor reconocimiento a un cometido profesional que no conoce de descansos mientras latan las amenazas. Alguno se extrañó y dijo no haber vivido nunca un afecto similar y una correspondencia tan cálida, espontánea y plausible.

            Ahora, cuando todo termine, con más sosiego y sabiendo que la chispa puede volver a saltar en cualquier sitio, llegan los análisis, las evaluaciones y las medidas. No se olviden de incluir enseñanzas regladas y obligatorias sobre el cuidado y adecuado uso de los recursos naturales, de ese territorio que, o lo protegemos entre todos, o nos quedamos sin él.





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