Un
grupo de familiares y amigos homenajeó ayer tarde a Pedro Esteban
Rodríguez Perdomo en la cruz de calle que contribuyó a instalar en
la calle Peñón. Nos pidieron que dijéramos unas palabras. Son las
que siguen.
Uno
de los autores más brillantes del Siglo de Oro español, Francisco
de Quevedo Villegas, condensó en una breve frase todo un elogio a la
amistad y a su significado: “El árbol de la vida
–escribió- es la vida de la comunicación con los amigos; el
fruto, el descanso y la confianza en ellos”.
El
pensamiento quevedesco inspira esta modesta convocatoria, tributo a
Perdomo, una voluntad de sus amigos, allegados y familiares para
perpetuar la amistad, incluso durante su ausencia. Aquí estamos,
estimado Pedro Esteban –y permitan que nos dirijamos a su
personalidad- solo con la voluntad de rememorarla, solo para expresar
un testimonio sincero de arropamiento y de afecto, acaso como nunca
lo hubiéramos hecho. Entre otras razones, porque en vida ni tú
mismo lo hubieras consentido.
Estamos
con el ánimo que caracterizaba nuestros saludos, nuestras relaciones
y nuestras discusiones. También con el de convencernos de que te has
ido porque muchos, en efecto, se resisten a creerlo. No estás pero
aquí se quedó el aura de alguien que pasó por esta vida queriendo
ser útil, emprendedor y amigo leal de quienes se sentían honrados
con tu amistad.
Es
verdad: le echamos de menos. En el quiosco de loterías de la plaza,
en las cafeterías donde tomaba café o un dulce y en los
restaurantes donde degustaba un pescado, una carne o una ensalada y
participaba de la cuarta de vino, claro. Después, a ajustar la
cuenta. Allí dejó una impronta, la que cultivó durante décadas
hasta hacerse un personaje imprescindible de la calle portuense.
Porque
era, en efecto, un personaje popular, un contable profesional de la
hostelería, un futbolero entendido, un cinéfilo empedernido durante
décadas, un madridista de postín, un crítico permanente, un
portuense estoico, un puntal de sus convicciones ideológicas
progresistas y religiosas católicas.
Le
debíamos este tributo. En un rincón urbano, además, a cuya
ornamentación contribuyó con la colocación de esta simbólica
cruz, en una conmemoración de la fiesta de la fundación de la
ciudad. Entonces estaba el gran Manolo Álamo cuya cita, aquí y
ahora, nos parece obligada. Álamo estaría encantado pues para eso
discutió con Perdomo en numerosas ocasiones: de parentescos, de
edades, de fechas, de portuenses en el exterior, de turismo y hasta
de ciencias y artes, como si hubieran querido prolongar la existencia
de aquel mal círculo de Iriarte, tan presente en las coplas
populares que retrataban la convivencia de nuestro pueblo.
Y
a esta convocatoria, sencilla, austera y sobria, acudimos, pesarosos
por la pérdida y estimulados por su evocación. Pedro Esteban
Rodríguez Perdomo, portuense nacido en 1945, fue para todos nosotros
un hombre de pro, un pilar en el que apoyarnos cuando se necesitaba.
Reproduzcamos
algunos rasgos biográficos que, en todo caso, ratifican sus
aptitudes y su bonhomía:
Fue
de los últimos soldados del cuartel de San Agustín, en La Orotava,
desde donde pasó al comercio denominado Viuda de Yanes y luego al
departamento de Administración y Contabilidad del hotel 'Las Vegas',
en el que se mantuvo durante décadas. Luego incursionó con su amigo
Francisco Reina en la iniciativa privada. Le gustaba cumplir con los
compromisos que asumía y cuando accedió a la coordinación general
de servicios de la empresa pública 'Pamarsa' no quebró ese
principio. Hasta su jubilación.
Enamorado
del fútbol de cantera, dedicó notables empeños en el infantil
Puerto Cruz, en el juvenil Taoro y en el juvenil San Felipe, equipos
con los que se identificó abiertamente. Colaboró también con
Alberto Hernández Illada cuando éste presidió el C.D. Puerto Cruz,
en su última etapa de esplendor. Era de los que ponía su coche a
disposición del club para trasladar a jugadores y, más de una vez,
a los directivos y aficionados.
Fue
un superviviente de aquel infausto accidente automovilístico en la
madrugada de un Viernes Santo, cuando el furgón que conducía José
Antonio Peláez se dirigía, con otros jóvenes ocupantes, a la
célebre procesión del Encuentro en La Orotava.
Trabó
amistad con Gregorio Ávalos, aquel acuarelista precursor de The
Beatles, que se afincó en el Puerto de la Cruz y vivió de cerca
algunos partidos decisivos del primer representativo balompédico
portuense y el célebre episodio del bicho en el barranco Godínez de
Los Realejos.
La
plaza del Charco, a qué negarlo, fue su habitat natural. Enemigo de
las concentraciones, se retiraba discretamente o se ponía en un
rincón inaccesible cuando se producía alguna de ellas, programada o
espontánea. Esa plaza, médula espinal de lo portuense, fue el
escenario de muchas de las discusiones que entabló y de los miles de
chistes que memorizaba. Perdomo fue otro de aquellos habituales de
las largas, larguísimas tertulias nocturnas que otro paisano
singular, Gilberto Hernández Linares, tuteló, bajo los laureles y
las palmeras, durante años y años.
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