“Houston,
tenemos un problema”, se habrán dicho los de arriba en la red
social facebook.
Más
de ciento sesenta empresas –algunas, de postín multinacional, como
Coca-Cola, Honda o Starbucks- han hecho pública la decisión de
suspender las campañas publicitarias que tenían concertadas en la
citada red social hasta que la plataforma les dé garantías de que
no seguirá difundiendo noticias falsas y mensajes o discursos de
odio. Esta vez los tuits del presidente estadounidense, Donald Trump,
relativos a las protestas subsiguientes a la muerte del ciudadano
afroamericano George Floyd, han tenido la culpa.
¿Quiere
esto decir que ha llegado la hora de la verdad para las redes? Mejor,
que se pone un punto de inflexión o que puede ser el arranque de un
cambio en sus contenidos y en sus prestaciones.
Facebook
ha recibido un boicot de los que marcan época por negarse a actuar
contra ciertos contenidos --calificados en su mayoría como tóxicos-,
un hecho inédito que alimenta la controversia sobre la mismísima
libertad de expresión. La reacción de algunos optimistas llama la
atención: no siempre vamos a peor.
Hay
antecedentes: facebook
vio
hace un par de años muy mermada su reputación tras comprobarse que
la compañía Cambridge
Analytica, disponía
de datos personales de más de cincuenta millones de usuarios de la
red que podían ser utilizados con finalidades políticas. Una
campaña de boicot promovió una suerte de acto de contrición del
dueño de la plataforma, Marck Zuckerberg. El daño estaba hecho pero
la red social siguió su rumbo. Ahora, numerosos empleados optaron
por hacer un paro virtual en señal de protesta ante la actitud
pasiva adoptada. A
la vista de las protestas, Zuckerberg no ha tenido más remedio que
rectificar y el contenido tóxico será eliminado y los mensajes de
políticos que, como el de Trump, contengan falsedades serán
etiquetados con un aviso sobre su idoneidad, como hace otra red,
Twitter.
En
un primer momento, la reacción de Zuckerberg fue acogerse a la
defensa de la libertad de expresión de la plataforma.
Y
es así como accedemos al nudo del problema. ¿Tiene o no tiene un
límite la libertad de expresión? Difícil la respuesta. El debate
parece inacabable. Con abundancia de criterios contrapuestos, incluso
jurídicos. Tal como evolucionan las cosas, las palabras y los
dichos, en España se hace cada vez más difícil discernir sobre el
rumbo a emprender. Se pone como ejemplo que quienes se quejan de
límites o de inexistencia de libertad de expresión son los que
luego llaman o publican que el presidente del Gobierno es un asesino,
un sepulturero o le hacen responsable de los miles de muertos
registrados durante la pandemia. Hay algún director que admite que
algunos artículos jamás debieron ver la luz. Otros ya no saben qué
hacer con sus abogados para eludir los efectos de demandas y otras
acciones judiciales.
La
conclusión es que en los medios de comunicación hay que evitar
libelos y contenidos de odio, agresividad e incitación a la
violencia. Por una razón elemental: evitar que se extiendan entre la
sociedad. La libertad de expresión, en ese sentido, no deberÍa ser
un resorte o un soporte. No debería ser ninguna excusa para fomentar
tales contenidos que terminan ahuyentando a los usuarios y a los
consumidores de información, cada vez más hartos de falacias,
vulgarismos, insultos, dicterios y barbaridades. Y algunos que
alardean o se jactan de su empleo, encima se quejan. Faltones. Un
boicot como el sufrido por
facebook
no les vendría nada mal.
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