Es
probable que, desde los años ochenta, desde aquellos célebres
debates sobre el modelo de integración de España y de Canarias en
las Comunidades Europeas, no interesaran tanto las decisiones de los
órganos de la actual Unión Europea (UE). Se repartía dinero y no
era cuestión de cerrar las negociaciones con un fracaso que hubiera
puesto en cuestión la utilidad misma de la estructura, a partir de
las diferencias de los responsables de los estados miembro. Había
que alcanzar un acuerdo, como fuese. En plena crisis post-pandemia,
la salida –prácticamente para todos- dependía de la capacidad de
admitir y renunciar a criterios, de ser comprensivos con las
exigencias y de no tratar de resolver a base de intransigencias,
basándose en presunciones de incumplimientos.
El
Consejo Europeo ha dado una respuesta histórica cuando la
incertidumbre de la papeleta se agigantaba. Por tanto, parece de
perra chica esa simplificación sustanciada tras haber alcanzado el
acuerdo, en clave de política nacional: una proyección del debate
inabarcable Gobierno-oposición. Al final, el Partido Popular, que
esperaba otros resultados probablemente, tuvo que plegar velas y
ponerse al pairo hasta transmitir que su intervención fue decisiva
para alcanzar eso, el mejor acuerdo imposible (que parecía). Su
estrategia inicial, con recelos y reproches, como viene siendo tónica
predominante, no pareció muy afortunada. Y el presidente del
Gobierno, Pedro Sánchez, al frente del complicado proceso negociador
por el lado español, ha salvado algo más que los muebles y ha
subido enteros en esa cotización de liderazgo o de hombre de Estado
que parecía se le resistiera.
Como
ya deben saber, un gran Fondo de Recuperación de setecientos
cincuenta mil millones de euros, denominado ‘Próxima Generación
UE’, constituye la base del acuerdo. No es un ‘Plan Marshall’,
pero casi. Ha de ser la base de la base de la recuperación, asentada
en tres factores relevantes y que en teoría han de caracterizar la
sociedad europea del futuro: la transición digital, la transición
ecológica y la formación de estudiantes y trabajadores. Estos
soportes son primordiales para los pretendidos objetivos de una
economía competitiva, inclusiva y sostenible.
De
esta cantidad global, equivalente al 4,6 % del Producto Interior
Bruto (PIB) de 2019, trescientos sesenta mil millones de euros serán
destinados a préstamos; y trescientos noventa mil millones a
transferencias, que serán resueltas supeditadas al impacto de la
pandemia. ¿Qué se trae España de las arduas negociaciones que
dieron como resultante las cantidades antedichas? Pues ha logrado
completar hasta ciento cuarenta mil millones de euros en los próximos
seis años: más del 11 % del PIB nacional. Setenta y dos mil
setecientos millones de euros figuran en el capítulo de
transferencias. La ayuda a España significa, en números contantes,
diez veces más que lo obtenido en los años noventa en el marco de
los fondos de cohesión.
No
es poco ni está mal, desde luego. Con razón, hubo una satisfacción
generalizada. La reconstrucción de muchos países dependía
(depende) de una distribución apropiada de los recursos. Era el do
de pecho. Sobre el papel, la UE lo ha dado con altura de miras, lo
cual le permite salir más sólida y mejor vertebrada. Los gobiernos
de los países deben ahora corresponder y estar a la altura. Los
gobernantes han hecho un ejercicio de equilibrios económicos para
encarar un cambio histórico. Ahora tendrán que afrontar objetivos
que refrenden la gran tarea de la modernización, clave para no
perder ningún tren. Y miren que se está larvando la revolución
digital, verde y de cohesión social y territorial.
Esta
vez, procede: acuerdo histórico.
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